Una efímera rutina sin moraleja
A la primera repetición de una actividad replicamos los mismos actos como si lleváramos toda la vida practicándola
Dicen los que dicen que saben de todo, que para coger un hábito hacen falta 21 días. Yo les niego la mayor a estos 'enteraos': sostengo que a la primera repetición de una actividad replicamos los mismos actos como si lleváramos toda la vida practicándola. ... Por ejemplo, si vamos por segunda vez a un restaurante, seguramente pidamos lo mismo, ya que aunque la carta ofrezca 57 platos diferentes, lo que más nos gusta es el solomillo al wiski. O si volvemos a una playa, nos situaremos en la misma zona, porque está más resguardada del viento, porque en esa parte el agua está más limpia o, sencillamente, porque nos pilla más a mano.
Expongo esto, porque durante esta semana me he entregado a una disparatada rutina de cuatro días que, prometo, no se volverá a repetir. Y, de hecho, constato que al segundo día, que fue el lunes 11, todo fue igual que el primero, y así sucesivamente. Esta sensación de repetición, de día de la marmota, se subraya aún más a primera hora de la mañana: te cruzas a la misma gente en el mismo sitio. Sabes si vas 30 segundos tarde si al que te encuentras siempre a la altura de la parada del bus, el que lleva el perrito meón, hoy te lo cruzas frente al Covirán.
Así, el menda se ha levantado el domingo, el lunes, el miércoles y el jueves a las 7 y 15; he desayunado media tostada con aceite, un café sólo y una tajá de melón mientras consultaba Twitter y echaba un ojo a las apps de los periódicos; me he sentado en la butaca y he puesto La 1 para ver los encierros de San Fermín: he escuchado los tres cánticos, y luego he visto la repetición a cámara lenta de cada uno de los encierros hasta que han dado el parte de heridos. Así, como un ritual, los cuatro días, y sigo.
Tras los toros, me he vaciado en el baño ‒invariablemente de domingo a jueves‒, me he lavado los dientes, me he peinado, me he vestido de deporte, he estirado, me he puesto los auriculares y he salido andando hasta el Paseo Marítimo. Tres de los cuatro días, al bajar a la altura del IES Drago, me he cruzado con el primer teniente de Alcalde, Martín Vila, en bicicleta, a eso de las 8:35 horas.
Luego, he roto a trotar por la playa, más o menos en bajamar, en sentido Cádiz, incorporándome a la acera, inevitablemente, en la última cuesta de Santa María; he cogido por el Campo del Sur hasta La Caleta, donde he vuelto a pisar la arena, y de ahí por Santa Bárbara y Alameda Apodaca hasta el comienzo de la Punta de San Felipe, donde cuatro veces, cuatro, me he dado la vuelta con la variante de que regresaba por el Parque Genovés.
El 75% de las ocasiones, me he cruzado al regreso con Juanlu Cascana frente a la peña Juanito Villar. No he parado de correr hasta que he llegado a La Victoria a la altura de mi casa ‒12 kilómetros diarios a 5 min/km‒; allí, innegociablemente, me he puesto en calzoncillos y me he dado un baño matutino. Después, me he hecho un par de fotos para Instagram ‒que mis seguidores han sufrido multiplicadas por cuatro‒ y he enfilado de vuelta a casa descalzo y descamisado. Duchita, redesayuno y a funcionar.
Esta hazaña 4x4 ha sido posible gracias a que se han juntado ‒¡se han alineado!‒ tres factores esta semana: la ola de calor, que no me invitaba a estar más allá en la cama; los encierros de San Fermín, que eran un aliciente para el madrugón, y el Tour de Francia, que me ha dado ese plus de motivación para sufrir 48 kilómetros gracias a que por momentos me creía Pogacar, Vingegaard o Luis León Sanchéz, según el protagonista de la etapa del día anterior. No lo intenten hacer en casa.