Y ahora, ¿qué?
La gente se ha quitado las máscaras posicionándose de tal manera que cualquier boquete se ha convertido en trinchera
Los que somos de natural antipáticos –los tímidos nos llama una conocida– hemos vivido prácticamente dos años en la antesala del paraíso de los antipáticos –o tímidos. Sin tener que dar besos, sin dar abrazos, sin estrechar manos blandas, manteniendo distancias y sin vernos en ... la obligación de saludar por la calle, con la excusa de que las mascarillas nos impedían reconocer al prójimo. Un gustazo, para qué le voy a engañar, al que solo le he encontrado ventajas. La mascarilla me ha impedido oír bien y hablar bien durante veinticuatro largos meses, es cierto; pero también me ha permitido observar discreta e indiscretamente al personal sin necesidad de disimulo. Y no me ha pasado solo a mí, lo sé. Que todos llevamos dentro a una portera chismosa co un curso acelerado de redes sociales y que el supuesto anonimato del pc o del móvil se ha trasladado a lo redondo de la calle.
La gente ya no disimula, tal vez porque el parapeto de la mascarilla le recordaba a cada momento que para lo que nos queda en el convento… no existen leyes y, como de perdidos ya íbamos directamente al río, es mejor tirarse al barro cuestionando, juzgando e insultando al que piensa de otra manera. A ver si me explico; en estos dos años hemos aprendido a hacer una interpretación de la libertad de expresión, tan libre que, paradójicamente, la hemos convertido en una férrea censura. Tan fácil el silogismo como este: si yo te insulto a ti, estoy ejerciendo mi libertad de expresión, y si tú me insultas a mi es que eres un fascista. Esas son las reglas. Le pondré un ejemplo práctico y, por cierto, bastante burdo: la gente a la que le gusta la Semana Santa son unos ignorantes, meapilas, insolidarios, necios, fachas –por supuesto–, intransigentes, con una gran empanada –de carne o de atún, según gusten– que necesitan un curso acelerado de laicismo y republicanismo para que puedan volver a integrarse en la sociedad, porque son seres sin criterio, adoctrinados que ocupan las calles –que son de todos menos de ellos, al parecer–, que hacen ruido, asustan a los niños –y las niñas– y veneran a muñecos de madera a los que otorgan poderes mágicos. Intolerables, en cualquier caso. La gente a la que le gusta el carnaval sale libremente a las calles para cantar, expresar su creatividad y brindar por la vida y el sol y las estrellas, y son independientes y felices y ayudan al comercio, a la hostelería, al tejido artesanal, y demuestran, además, un nivel intelectual de primer orden, una gran racionalidad y son, por encima de todo, feministas, inclusivos, animalistas, peatones, apreciadores de empanadas y los más guays del mundo. Le parece tonta la comparativa, ¿verdad? Pues corta me quedo.
Porque la gente no solo se ha librado de las mascarillas esta semana, sino que se han quitado las máscaras posicionándose de tal manera que cualquier boquete se ha convertido en trinchera. Tanto es así que los encendidos debates –siempre en Facebook, claro está, que el nivel es el que es– han dado paso a discusiones tan broncas como estériles que lo único que consiguen es que el personal, que está como una cabra, se tire al monte.
Luego pasan las cosas que pasan y empieza el llanto y el rechinar de dientes. Y lo de la Torre de Babel se convierte en la reunión de la comunidad de vecinos. Nadie entiende a nadie, nadie quiere entender a nadie, porque lo único que queremos es que el algoritmo haga su magia y nos confirme que no estamos equivocados, que los que se equivocan son siempre los otros. Luego pasan las cosas que pasan y nos encontramos con la plataforma ‘Ahora Cádiz’ que se define a sí misma como un ente «que huye de la izquierda y la derecha, el centro, arriba y abajo» –como para que nos lo expliquen los de Barrio Sésamo – y que tiene como «única ideología Cádiz». Ya ve, hasta ahí hemos llegado; a negar la ideología como lo que es, un conjunto de normas, emociones, ideas y creencias colectivas que son compatibles entre sí, y a identificarla con una intención partidista y política. Que está claro que del árbol de la frustración nace la fruta de la cerrazón, y que está claro que los errores nos espolean más que los aciertos.
Porque, al fin y al cabo, la batalla no está en las ideologías, no está en las ideas, sino en los hechos. Pero vivimos en una sociedad de titulares y lo de «recuperar el espíritu fenicio» es un buen titular, pero no quiere decir absolutamente nada, entre otras cosas, porque nadie sabe qué es el espíritu fenicio, por mucha pasión que se le ponga al discurso. La pasión, ya lo sabe, siempre impide el conocimiento. Y nunca hemos estado más alejados de él.
Estamos a las puertas de un maratón electoral y los vendedores de humo comienzan a colocar sus mostradores con toda la mercancía imaginable –la recuperación de la Velada de los Ángeles, no lo olvide– y empiezan a preparar los fuegos de artificio. Y mientras los ciudadanos y las ciudadanas seguimos enredados en tonterías, en insultos y en asuntos de curas y monjas y colegios concertados y ocupación del espacio público, vendrá un listo –o una lista– con artes de trilero a darnos gato por liebre.
Yo lo mismo, me vuelvo a poner la mascarilla y no solo por antipática; así no contagio a nadie.