Opinión

Volver a los diecisiete

«Pero pocas cosas me distraen, y hoy cumples diecisiete años, Pablo, hijo mío, y aún no sé cómo me distraje tanto como para no verlo venir»

Pocas cosas me distraen de la realidad en este fin de semana de puentes dinamitados por el afán de los días laborables. Un fin de semana distinto a otros, enmarcado por la salida a la normalidad de la Patrona y por el martes festivo, en ... el que se han superpuesto regatas de catamaranes voladores, carnaval –en octubre, ya ves–, flamenco, teatro y hasta magia –lo de Juan Tamariz con el alcalde y la ciudad mágica ya te lo contaré otro día–, para que no nos falte de ‘ná’. Podría hacerte el relato de lo que acontece en la rúe, que decían los cursis, pero no lo entenderías, así que podría hablarte de cómo una buena capa todo lo tapa –incluso una pérgola chamuscada–, de los cruceros que han vuelto y de las ganas, que nunca se fueron del todo. Pero pocas cosas me distraen de la realidad, y hoy cumples diecisiete años, Pablo, hijo mío, y aún no sé cómo me distraje tanto como para no verlo venir.

Tal vez tenía razón Frank Sulloway –ya sé que no sabes quién es pero también sé que vas a buscarlo enseguida en Google– cuando decía que la mayorías de las revoluciones de la historia y de las causas perdidas fueron combatidas por primogénitos y ganadas por los hijos más pequeños, y esto es porque los últimos siempre serán los primeros. Sabes que me encanta basar mis teorías en otras teorías y por eso te irrita tanto que te intente convencer con argumentos que a ti te parecen prehistóricos y a mí me parecen genialidades. No te gustan las etiquetas –ni siquiera las de la ropa nueva– y yo me empeño en continuar la partida cuando ya te has aburrido del juego y te has levantado de la mesa. Es tu manera de ganar, siempre lo fue, desde que llegaste para hacernos ver que dos son compañía y tres, una auténtica y caótica multitud. Desde que supiste que eras el pequeño y decidiste no enfrentarte jamás al orden establecido buscando tu sitio donde nadie pudiera hacerte competencia, cambiando continuamente de estrategia.

A los padres nos pasa que tenemos un instinto atávico de protección de la manada. Y también nos pasa que asignamos, inconscientemente –o no– un rol a cada uno de los hijos, aplicando de manera perversa la teoría de dilución a la prole. Si en el mayor volcamos todas nuestras expectativas, los recursos se van dividiendo hasta llegar al último, al que poco le queda, salvo el afecto. Porque los pequeños son los que nos hacen padres durante más tiempo y son, por eso, los que crecen contra todo pronóstico. Te cuento esto –que te parecerá un rollo–, para que entiendas por qué me resisto a quedarme huérfila –hoy te estoy haciendo usar el diccionario más que otros días– y por qué sigo poniéndote el colacao, e intento ordenarte los pelos cada mañana. Eres mi niño chico, mi imagen y semejanza; mi sindicalista, mi Greta Thunberg, el que sabe perfectamente cuando tiene que abrir la boca y cuando la tiene que cerrar y sonreír para que sea el hoyo de su mejilla el que maneje el mundo.

Te gusta decir que nos parecemos mucho porque los dos somos los hijos chicos y a mí me gusta que te me parezcas tanto. Porque, aunque te cueste creerlo –lo de la duda constante te viene de serie– yo también tuve diecisiete años, y también pensaba que me había tocado vivir los peores años de la historia –siempre hay una pandemia en una cabeza adolescente– y también andaba como Calimero reivindicando causas perdidas, y levantando la mano en clase para sublevarme por lo que fuera, y protestando, y rascándole horas al reloj para no volver ni un segundo antes a casa, y peleándome con mis hermanas, y queriendo tener la última palabra y elaborando –siempre– un plan b por si me tenía que enfrentar a cualquier tipo de catástrofe –lo del bonobús que puede o no puede tener saldo– o de desgraciada adversidad –un perro suelto– cada vez que iba a poner un pie en la calle. Hay cosas que nunca cambian, Pablo, por más años que se cumplan, pero que no te engañen, nunca se vuelve a los diecisiete.

Por eso, y porque sé que aprendiste muy pronto a conjugar el verbo querer en activa y en pasiva a un mismo tiempo es por lo que suelto amarras, confiada en que buscarás siempre el equilibrio aunque todo tu mundo esté desequilibrado. Sigue creciendo, Pablo, hasta donde yo no sea capaz de alcanzarte, hasta donde nada ni nadie te obligue a mirar hacia abajo. Sigue con los pies en el suelo, con la cabeza alta y el corazón donde tú y yo sabemos. Sigue queriendo, Pablo, porque querer es poder y tu querer es capaz de mover montañas.

Sigue mirando el mundo desde tu objetivo, que ya sabes que una imagen vale más que mil palabras, incluso más que estas palabras que hoy te regalo en tu cumpleaños. No dejes que la realidad te distraiga y te aparte de lo que es importante, porque lo esencial es invisible a los ojos –y ahora, busca la cita. Felicidades Pablo, el último, el primero, mi llavero, mi mascota, mi cómplice, mi niño chico.

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