HOJA ROJA
Viviendo de oídas
Para nosotros no tiene sentido un febrero sin coplas, y no es frivolidad porque duelen los muertos, la economía y la miseria, pero la falta de coplas también duele

Alguien me recordaba el otro día que Emiliy Dickinson había vivido gran parte de su vida confinada, aislada voluntariamente en la casa de su padre, hecho que no le impidió, sin embargo, escribir los más atormentados y deslumbrantes versos de la literatura norteamericana del siglo ... XIX. Sin salir de su habitación, casi, sin haber visto el mundo por un agujero. Vale que ella era rarita y que tenía algo más que una morbosa aversión a la gente, pero hizo algo verdaderamente extraordinario, convirtió su aislamiento en literatura y nos dejó una cita que los bibliotecarios usamos, de manera recurrente y metafórica: «Para viajar lejos no hay mejor nave que un libro», una cita que, en los últimos tiempos, se ha convertido casi en una jaculatoria, en un mantra que repetimos para convencernos de que no se consuela sino el que no quiere. Porque ya lo sabe, el vicepresidente del Gobierno andaluz lo tiene clarísimo, «hasta primeros de mayo no se podrá abrir la movilidad», ni con el resto de las comunidades autónomas, ni dentro de Andalucía. Así que olvide lo que dijo la ministra de Industria, olvide lo de la escapadita de Semana Santa y empiece a asumir que la vida solo dura un estribillo –soy más de Martínez Ares que de la Dickinson, para qué voy a engañarle–y ésta, nos ha tocado vivirla así.
Y hay días que se lleva bien, y días que se lleva mal; muy mal. Verá, en la vida normal estaríamos encarando la última semana del concurso del Falla; esta noche seguramente conoceríamos el nombre de las agrupaciones que pasarían a semifinales, y a estas alturas ya nos sabríamos la presentación, o el estribillo del pelotazo del año, o andaríamos tarareando la falseta de algún tango porque, para nosotros, lo que no tiene sentido es un febrero sin coplas. Usted lo sabe, y yo lo sé. Y no es frivolidad, porque los contagios y los muertos, y la incidencia de casos y la presión hospitalaria pesan y duelen. Y duele la economía y el paro y la miseria y la angustia de no saber cómo llegar a fin de mes, cómo pagar el alquiler. Y duelen las barajas cerradas de las tiendas, y los esfuerzos y la desesperación de los comerciantes, a los que no alivian ni una visita programada en Twitter, ni una homilía a pie de tienda. Pero, qué quiere que le diga, la falta de coplas también duele.
Llevamos casi un año viviendo como la santa de Ávila; ya sabe, la de la paciencia, la del nada te turbe, nada te espante, también acertó de pleno con aquello de «vivo sin vivir en mí». Porque es así como estamos, viviendo sin vivir en nosotros. En continua expectativa, esperando una bajada en los contagios, en la incidencia acumulada –sea lo que sea la incidencia acumulada y sus mil maneras de cuantificarla- una vacuna, un cambio en la normativa, esperando –casi– un milagro, y con la misma expectación que quien espera un milagro. Y aunque durante meses nos hemos estado engañando diciendo aquello de «menos mal que el Carnaval se salvó por los pelos» y contando batallitas tipo «en el Carnaval chiquito ya andaba el virus entre nosotros», nunca alcanzamos a pensar que llegaría, de nuevo, febrero y que nos encontraríamos tan huérfanos, y tan tristes, y tan vacíos; que haría falta este duelo para caer en la cuenta de que llevamos casi un año viviendo de oídas.
Emily Dickinson fue capaz de imaginar un mundo desde las cuatro paredes de su habitación. De sus lecturas extraía el combustible emocional que le hacía falta para poner en marcha la nave con la que recorrer el mundo. Nosotros seguimos teniendo febrero, aunque febrero no nos tenga a nosotros. No habrá calles vacías, ni silencios atronadores mientras sigan sonando las coplas en nuestra memoria. Una memoria que nos transporta a un lunes de coros, a un viernes de Viña, a una noche sin fin en la que los relojes no marcan las horas, sino que las marca un 3x4 a ritmo de caja y bombo.
Todo lo que necesitamos está dentro de nosotros. La presentación de ‘Caleta’, el tango del coro de la Viña, los cuplés del Selu, el pasodoble de Martínez Ares –no soy nada imparcial ni quiero serlo– y un popurrí que suena a Paco Alba, y al Tío de la Tiza, y Villegas y a Pedro Romero y a Paco Rosado.
Nadie dijo que esto fuera fácil. Pero el Carnaval es más contagioso que el virus, y más resistente y no inmuniza. Así que déjese llevar por su memoria, por la memoria de sus padres y de sus abuelos, y no permita que la tristeza invada aún más el estrecho espacio que queda entre las cicatrices que nos deja la realidad. El carnaval de este año, el atípico, el raro, nos brinda una oportunidad que no tendríamos de otra manera, la de vivir todos los carnavales posibles a la vez, incluso la de vivir todos los carnavales que no vivió y que solo existen en grabaciones de mala calidad. Descubrir coplas que nunca había escuchado o sorprenderse cantando una letra que creía olvidada y que, de pronto, lo traslada a una esquina donde nunca pensó que volvería. Porque esa, y no otra, es la grandeza del Carnaval.
Y porque, a pesar de todo, nosotros, los de antes del virus, seguimos siendo los mismos.