Opinión

La vida secreta de las palabras

Nuestra manera de hablar nos define, pero no por el acento ni siquiera por la fonética, nos define por el vocabulario que conforma nuestro imaginario colectivo

Utilizo, siempre que puedo, el título de la película de Isabel Coixet –de la que solo me gusta el título- porque estoy convencida de que las palabras tienen vida propia; o mejor dicho, estoy convencida de que somos a través de las palabras que decimos ... y que es nuestro vocabulario el que realmente nos define. Estamos hechos de palabras y más allá del significado y del significante, las palabras tienen un ciclo vital que transcurre en paralelo a la sociedad que las utiliza. Nacen, crecen, se reproducen y solo mueren aquellas que desechamos, o aquellas que terminan instalándose en una memoria secundaria y que, cuando menos lo esperamos, salen a nuestro encuentro recordándonos no lo que significan, sino cuánto han significado para nosotros. Esa, y no otra, es la vida secreta de las palabras, la que nos traslada en el tiempo a la casa de la abuela donde las cosas se decían de determinada manera, o nos lleva de vuelta al colegio o nos pasea de la mano de aquel primer novio, o del segundo o del tercero.

En definitiva, que somos las palabras que decimos o las que callamos; ya sabe aquello de esclavo de tus palabras y dueño de tus silencios que lo mismo le adjudicamos a Aristóteles que a Shakespeare o a Goebbels, según el día. Eso fue lo que le pasó al ministro Escrivá que no tuvo su mejor día cuando habló de las pensiones de los baby boomer –generación en la que me incluyo y con la que me identifico más de lo que debiera- y se excusó diciendo que «se me entendió mal» porque no dijo lo que quería decir –o sí- y que todo «eran reflexiones en voz alta». Pues vaya. A las ruedas de prensa se va ya reflexionado, señor ministro, que luego pasa lo que pasa y volvemos al donde dije digo…

Y yo, mientras, no era esto lo que le quería contar. Interprete estos dos primeros párrafos, si quiere, como una reflexión en voz alta; al fin y al cabo, no soy ministra y puedo permitirme ese lujo. Pero sí le quería hablar del poder que tienen las palabras, y de cómo constituyen señas de identidad comunitarias. Usted lo sabe igual que yo, porque en los últimos meses habrá asistido a la reivindicación de las hablas andaluzas como marcas identitarias de lo que somos. Primero fue el acento de una Lola Flores de mentira, y luego el anuncio del supermercado de la esquina, que nos recuerda que hablamos el mismo idioma pero no la misma lengua. Es complicado de entender, pero todos lo entendemos. Hablamos español -como más de 580 millones de personas- y eso nos une, y nos conecta con una comunidad hispanohablante presente en los cinco continentes, pero nuestra lengua es distinta en cada sitio.

De eso va, precisamente, la candidatura de Cádiz como sede del X Congreso Internacional de la Lengua Española que lidera el Ayuntamiento –a instancias de la APC que tuvo la idea y emprendió hace un par de años el camino- y a la que se han unido ya más de cien instituciones, asociaciones y colectivos, tanto internacionales como de nuestro propio país. Nuestra manera de hablar nos define, pero no por el acento ni siquiera por la fonética, nos define por el vocabulario que conforma nuestro imaginario colectivo y nos conecta con nuestra historia, con nuestra cultura, con nuestras tradiciones, exportando al resto del mundo una nueva manera de expresar el comercio, la justicia, el periodismo… a nadie se le escapa que muchos de los términos que aparecen en el Diccionario de la Academia Española nacieron aquí, aquí crecieron y fueron a desarrollarse al otro lado del Atlántico, y muchos volvieron, con otro acento y hasta con otro significado para reproducirse en esta orilla y, a veces, para morir, o simplemente, para vivir en el recuerdo, o para quedarse en los libros.

Porque decía García Márquez que «la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla». Y de contadores de historias va nuestra Feria del Libro, que inauguraba el pasado viernes Juan Bonilla, y que vuelve a demostrar que es la feria del libro más bonita del planeta –me encanta la hipérbole- incluso en pleno mes de julio.

Una feria con un cartel de lujo y dedicada a nuestra lengua, a la lengua española, a nuestras palabras, con las que se han tejido y trenzado miles de libros que nos aguardan en el baluarte de la Candelaria. Miles de historias que conocer y que reconocer, porque la literatura es simplemente eso, un arte que nos permite reconocernos y establecer puentes con el pasado que no recordamos y con el futuro que ni siquiera intuimos.

El baluarte de la Candelaria se convierte, durante una semana, en el bálsamo que necesitamos en estos momentos, porque si hacemos caso a aquello de “una palabra tuya bastará para sanarme”, cientos, miles de palabras servirán para curar –casi-definitivamente esa herida invisible causada por el virus y que tanto daño ha hecho en el sector de libreros, editores, escritores… No lo piense mucho, vaya a la Feria del Libro, piérdase entre las casamatas y escuche a los autores. Escuche sus palabras, que son las mismas que empleamos a diario y son distintas cada vez que las leemos.

Esa, y no otra, es la vida secreta de las palabras.

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