La vida aplazada
«Los expertos hablan de la tercera fase como la etapa de la negociación. Y en esas estamos»
Después de tres semanas de confinamiento , teniendo como única ventana indiscreta la pantalla de mi ordenador, ya sé cuál es la película favorita de todos mis «amigos», también sé cuál es su palabra favorita, muchos me han contado cinco cosas que no sabía ... de ellos -aunque alguna tampoco me habría importado mucho no saberla-, otros me han cantado su pasodoble favorito, su cuplé favorito, me han dicho su once inicial favorito. Después de tres semanas de confinamiento ya los he visto de chicos, de boda, de comunión, en su momento cofrade, en sus tardes en el Carranza, con sus padres, con sus parejas, con sus exparejas, con sus hijos, con los Reyes Magos. Los he visto comer, dormir, contar su día a día en este día infinito; pero también los he visto hacer planes, organizar comilonas «¿qué vas a poner tú?», imaginar el primer lugar al que van a rendir culto cuando salgamos. A mis compinches de redes los he visto rellenar cuestionarios absurdos, con acertijos sobre carnaval, sobre comercios gaditanos, sobre hermandades de gloria de pueblos perdidos; los he visto decir a quién irán dirigidos sus primeros besos, sus primeros abrazos… Después de tres semanas de confinamiento todos hemos aprendido a vivir otra vida.
Ya lo sabe. Los expertos hablan de la tercera fase como la etapa de la negociación. Y en esas estamos; durante esta fase se intenta crear una ficción, un relato –que dirían los modernos- que nos permita comprender la irrealidad ésta en la que vivimos. De algún modo, se trata de construir una verdad paralela, al ritmo del «Resistiré», imaginando que hemos retrocedido en el tiempo y que fuera no hay ningún peligro. Esta etapa, siempre según los expertos, es muy breve y dura lo que duran los sueños. Pero además, es muy agotadora, porque –usted lo sabe tan bien como yo- resulta agotador estar pensando continuamente en el día de mañana.
Y así estamos. Como diría Octavio Paz, con la vida entre paréntesis. Lo que fuimos ya no nos vale, y lo que seremos, ni siquiera somos capaces de sospecharlo. Así que negocio conmigo misma y me refugio en esta vida aplazada a la que, después de tres semanas, y muy a pesar mío, me estoy acostumbrando.
Verá. A esta misma hora, en mi vida normal, estaría estrenando ropa. Por si no se acuerda, hoy es Domingo de Ramos y el dicho marca las costumbres en mi casa, y «a quien no estrena, se le caen la manos». Habría llegado ayer, a media tarde, de ese congreso en Udine que tanto estábamos celebrando, porque íbamos a encontrarnos con amigos y porque era la excusa perfecta para volver a Venecia, los dos, solos otra vez. Y habría llegado, como llego siempre de los viajes, cargada de regalos absurdos –me pierden los souvenires, qué le vamos a hacer- y de ganas de achuchar a mis niños. A Pablo le habrían dado las notas el miércoles pasado y aunque no pudimos ir a recogerlas, seguro que en el boletín aparecía ese sobresaliente en latín que me había prometido, porque mi niño chico es muy de cumplir sus promesas. Mi hija habría llegado de Granada el Viernes de Dolores, y seguro que todavía tendría la maleta sin deshacer, y lo que aún es más seguro, a esta misma hora estaría durmiendo después de haber juntado la noche con el día. Alberto, en estos momentos, ya estaría protestando porque la camisa no está bien planchada o porque no encuentra los zapatos, o porque alguien le ha tocado sus cajones, o porque el universo ha vuelto a confabularse contra él.
Y estaríamos de vacaciones, porque mis compañeros de trabajo saben cuánto me gustan estos días y se hacen los tontos cuando toca elegir fechas para que yo pueda hacer eso que tanto me gusta, ver procesiones, freír buñuelos de bacalao y repartir torrijas. Seguro que ya habría caracoles en la calle Sopranis, y que las tiendas estarían llenas de estampados primaverales, de sandalias… tocaría ya elegir el destino del viaje de verano, viendo las fechas de los exámenes de los niños y de la graduación de Pablo. El jueves nos saltaríamos a conciencia la vigilia y nos comeríamos una hamburguesa enorme entre la Oración en el Huerto y el Nazareno; y seguro que este año aguantábamos hasta la recogida del Perdón. Habría que buscar hueco para hacerle al pequeño la maleta porque el lunes de Pascua se iría de viaje de fin de curso a Madrid, y a la vuelta solo tendría dos días para cambiar el equipaje, porque cuando llegue a Alemania para el intercambio, seguirá haciendo frío…
Lo cierto es que nunca se me dio bien negociar, ni siquiera conmigo misma, así que cedo a la primera. Me rindo. A esta misma hora, en mi vida aplazada, me asomo al balcón y todo está como ayer, y como antesdeayer, y como hace 21 días. La cuarta fase, según los expertos es la de la crisis. Empezamos a tomar conciencia de que nada volverá a ser igual que antes, y lo que es peor, de que no sabemos cómo será.
Desde mi balcón no se huelen los azahares de la plaza de San Francisco. Pero quiero pensar que siguen estando ahí, para cuando volvamos.
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