¡Qué vergüenza!
¿Hasta dónde llega nuestra pequeña aldea? ¿Hasta el Río Arillo? ¿Hasta El Chato? ¿Hasta Cortadura? ¿Hasta Puertatierra? Mientras pasan cosas en el mundo, estos son nuestros debates

L os yankies pueden sacar a Lady Gaga a cantar el himno –como si se le fuese, literalmente, la vida en ello- peinada como la estatua de la Libertad, y con una falda imposible, porque no tienen vergüenza. No les da vergüenza de su país, ... ni de sus símbolos –y eso yo que abomino de las banderas, de todas-, ni de sus tradiciones. Por eso son capaces de hacer un espectáculo impecable de la ceremonia más triste que se recuerda en el juramento de un presidente de los Estados Unidos. Y por eso son capaces de sacar a Jennifer López, de blanco sufragista, desgañitándose en español «una nación, bajo un Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos» y de conseguir que el mundo entero piense en castellano y les aplauda.
Ellos son así, decimos, y seguimos buscándonos el ombligo por debajo del pijama, mientras la boca se nos llena de admiración por un mar de banderas ajenas y por los versos de Amanda Gorman, joven, afroamericana, activista y vestida de Prada, «alcemos nuestras miradas, no hacia lo que se interpone entre nosotros». Y Washington, en el centro del mundo, ya no tenía nada que ver con Jacob Chansley ni con Adam Johnson, ni siquiera con Donald Trump, porque los yankies son capaces de ponerle un piso a Melania o de subirla a los altares por haberse bajado del Air Force One vestida de Nancy setentera.
Nosotros no somos así. No pensamos en lo que nos une ni alzamos la mirada, sino que somos de miras cortas, muy cortas. ¿Hasta dónde llega nuestra pequeña aldea? ¿Hasta el Río Arillo? ¿Hasta El Chato? ¿Hasta Cortadura? ¿Hasta Puertatierra? Mientras pasan cosas en el mundo, estos son nuestros debates; dignos de José Luis Cuerda y de su «Amanece que no es poco». Y es cierto, poco nos pasa, yendo como vamos, dando palos de ciego. El Partido Popular se acuerda ahora –más vale tarde que nunca, dirán- de que la autovía de Cádiz a San Fernando está a oscuras desde 2011, fecha en la que el convenio firmado con el Ministerio de Fomento para la iluminación de ese tramo de carretera fijara la frontera del municipio gaditano en el Río Arillo y por tanto, obligara al Ayuntamiento a correr con los gastos de luz. El alcalde dice que eso es una «bacalada» –término que la RAE recoge pero con otro significado distinto al que usted, el alcalde y yo pensamos- y sostiene que el non plus ultra se puso en El Chato y que «lo que ustedes firmasen –en alusión al convenio de marras- es asunto suyo».
Ya ve. Al parecer, lo que firme un ayuntamiento, e incluso lo que firme un ministerio tiene la validez y la seriedad que cada uno quiera darle. Bueno es saberlo para no tomarse demasiado en serio de las cosas, para no creer que lo que nos dicen es para siempre, porque detrás de ti vendrá -dice el refrán- quien querrá hacer las cosas de otra manera. Quien volverá a darle vueltas al nomenclátor, quien se olvidará de los cuidados y del centro y de las sinergias y de toda esa jerga que nos descubrió la nueva política. Las palabras, y mucho más en Cádiz, se las lleva con demasiada frecuencia el viento.
Estos son nuestros debates, no hay mucho más donde rascar. El Rey –mientras nadie mueva un dedo por cambiarlo, sigue siendo el Jefe del Estado, le pese a quien le pese- visita la ciudad y el presidente del Consistorio excusa su asistencia amparándose en la distancias –eso era obvio, en cualquiera de los sentidos- y en las medidas sanitarias. Bueno, como excusa no está mal, incluso es loable esa preocupación dadas las circunstancias, y dada su intervención el día anterior para decirnos a las gaditanas y los gaditanos lo malos que son los del gobierno autonómico y el frío que estamos pasando. Porque de eso se trata –y no es exclusiva de nuestro alcalde-, de señalar siempre la paja en el ojo ajeno.
El gobierno autonómico nos dice lo malo que es el gobierno central, que mira más por Cataluña que por el resto del país; el ministro de Sanidad nos dice que los gobiernos autonómicos juegan al perro del hortelano, los ayuntamientos le echan la culpa al primero que pase por delante… y mientras, en nuestra aldea perimetralmente cerrada, hasta El Chato o hasta el Río Arillo, suspiramos por noches eternas de coplas.
Veía la ceremonia de investidura de Biden y me dio por pensar en la III República. Pensaba en los exiliados a los que el vicepresidente compara con Puigdemot. Pensaba en la Constitución Española y la mano en el pecho –en fin, el pensamiento es libre. Pensaba, por ejemplo, en C. Tangana –perdóneme, tampoco hay mucho donde escoger- recitando sus versos frente al Parlamento. Pensaba incluso en Marta Sánchez cantando el himno de España -¿por qué tengo que pensar esas cosas?- y pensaba en que si siguen cerrando negocios en Cádiz no tendré siquiera dónde comprarme una bandera.
Me duró poco el pensamiento, la verdad. Me bastó recordar que estamos en España para desmontar toda la fantasía. Me bastó recordar que somos el país del que más se avergüenzan los españoles. Y luego me puse a Martínez Ares, que es lo que me pide el cuerpo.