El turismo es un gran invento
«Desde hace un tiempo a esta parte siento que nos han robado la ciudad a los que la vivimos»
A la España del desarrollismo la vino Dios a ver en bikini y con acento sueco. La España del mantel de hule, con la paella y el Cid Campeador, sabía ya que Tenerife tiene seguro de sol y que sería maravilloso viajar hasta Mallorca, pero ... aún no tenía muy claro qué hacer con el turista 1.999.999, ya sabe, el que se lamentó ‘por bajar tan deprisa del avión. Con su mini pantalón se ha perdido la ocasión…’ que cantaban Los Stop en blanco y negro , -mucho antes de que nuestro alcalde nos llevase al siglo XXI, por supuesto- y que nos visitaba con las mismas credenciales incrédulas de los viajeros románticos, unos y otros excitados por nuestro estilo de vida, tan carpetovetónico siempre. Lo que a nosotros nos parecía normal, viajar en burro o abrirnos la cabeza a pedradas a ellos les parecía ‘so cute’ y nuestros precios, sudados bajo el mismo sol del cambio climático, eran un imán para este polo tan opuesto siempre a los cambios.
Nos pilla muy lejos, pero del apartamento en Torrevieja , Alicante, al hotel boutique tampoco hay tanta distancia, se pueden recorrer andando estos cincuenta años en los que –en cuestiones turísticas, claro- hemos visto «cosas que vosotros no creeríais» y en los que hemos quemado tierras y naves con tal de que «no quede un rincón de España que no se convierta en zona turística para admiración del mundo», como decía Paco Martínez Soria –en el fondo, y a veces en la superficie, todos somos Martínez Soria- en la maravillosa película de Pedro Lazaga.
En Cádiz, que siempre estuvo tan distante de lo bueno y de lo malo, lo notábamos poco. Los turistas ocupaban su pisito de muebles castellanos en el Paseo Marítimo y hasta el agua lo traían de sus casas . Playa y pisito, y pare usted de contar. No teníamos espacio para el camping hippy de caravanas y tampoco para las pulseritas del todo incluido y esas modas también nos pasaron rozando. Hasta que alguno descubrió que La Caleta vomitaba caballas con piriñaca y la peregrinación a la calle de la Palma comenzó a puntuar como etapa volante de un turismo que se lanzaba a explorar Los Caños, El Palmar, Tarifa, Vejer y que se dejaba caer un día por la capital para colonizar El Manteca.
Luego llegarían los cruceros , tan tímidos al principio, que apenas tocaban suelo gaditano, porque no encontraban nada que tocar. Yo misma me quejé, en muchísimas ocasiones, de los horarios imposibles del comercio, de la poca profesionalización del personal de hostelería –idiomas, querida-, de la inexistencia de suvenires… en fin, yo también me lamenté de los árboles que nos impedían ver un bosque de oportunidades para una ciudad que se mantenía viva a duras penas, entre subvenciones y chapuces. Y cuando nos dimos cuenta, los partiditos de toda la vida ya se llamaban apartamentos turísticos . Y las webs de alquileres ofrecían el encanto de la piedra ostionera, los tres mil años de historia y el carnaval de la Segunda República. Y los ‘free tours’ recorrían la ciudad llenándola de leyendas y de lugares comunes con otras ciudades, con otros países… la globalización pasando factura .
Pero ya ve que lo de los proverbios chinos –siempre está bien citarlos porque nadie va a reclamar su autoría- iba en serio, y lo de tener cuidado con lo que se desea no es solo una advertencia. Cuando el turismo abrió los ojos, después de la pandemia, Cádiz seguía allí . A pesar del virus, a pesar de los horarios limitados, a pesar del aparcamiento. Allí seguía, dispuesta como una hetaira –cuando me pongo cursi, me pongo-, adornada con sus mejores perfumes, la bajamar, la puesta del sol de los aplausos, la coplilla en la Alameda; alimentando al amante que espera en los lugares más frescos. Todo se lo dimos, todo. Incluso las entrañas, para que las pisoteara y las aplastara y nunca más volviese para decirnos que un día lo fuimos todo para él .
Lo de este verano ha sido la gota que colma el vaso sagrado, pero no ha sido la última, porque el turismo sigue siendo el gran invento, aunque seguimos sin saber qué hacer con el turista ¿ocho, diez millones? Me consuela pensar que para la hostelería ha sido un magnífico verano, que el pan para hoy calmará el hambre de los próximos meses y que los taxis, los supermercados y hasta las tiendas de chinos recordarán este agosto durante mucho tiempo. Pero, ¿qué quiere que le diga?
Desde hace un tiempo a esta parte –lo mío con Drexler me empieza a preocupar-, siento que nos han robado la ciudad a los que la vivimos. Una sensación parecida a la que ya experimentábamos en Carnaval, cuando los de Cadi-Cadi nos atrincherábamos en nuestras casas los sábados de marabunta y solo salíamos si estábamos seguros de que se habían marchado las hordas de madrileños de vasito al cuello . Es imposible cenar sin reserva, y hasta con ella, porque la mayoría de los bares presumen de tener ‘turnos de comida’ –me resisto aún a esas condiciones-; es imposible caminar por Pelota, Compañía, Columela, San Francisco, La Palma…; es insoportable el ruido, una vez cerradas las terrazas, de los que se resisten a una retirada a tiempo.
Es el turismo. Es nuestra principal fuente de ingresos. Es un horror .
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