Lo que es un suplicio

Un suplicio es aceptar que nuestro sur de sol, salero y de coplas y de gracia subsiste como puede, sin empleo, sin industria, sin comercio

A la mujer del César los romanos le pedían que, además de serlo, lo pareciera. Después, la moral cristiana, mucho más permisiva de lo que se le supone, vendría con aquello de que el hábito no hace al monje contraviniendo al refranero -mi credo y ... mi doctrina-, que nos sigue recordando que aunque la mona se vista de seda, mona se queda. Y es que, a pesar de que dicen que las apariencias engañan, lo cierto es que la primera impresión es la que sigue contando, para bien y, sobre todo, para mal. «No andes, Sancho, desceñido y flojo -decía Cervantes, que no es sospechoso de ninguna ortodoxia- que el vestido descompuesto da indicios de ánimo desmalazado». Ya ve, no solo lo digo yo, aunque no siempre nos atrevamos a decirlo.

Que en Cádiz vestimos muy mal y con mucho desaliño no es una opinión, ni mucho menos una crítica; es un dato contrastado y amplificado por el efecto confinamiento que elevó a la categoría premium el pijama y la camiseta vieja. Que hemos convertido en etiqueta lo de «informal» y que con echarse algo por encima nos damos por satisfechos es el denominador común de esta ciudad de chandalismo, bermudismo, camisetismo de propaganda y mallas, en la que nada nos turba y nada nos espanta más que nuestra propia imagen en el espejo cuando es otro el que nos mira. Tanto es así que a mí, lo de la chirigota de Borja Romero me parecía un tipo carnavalesco, para indignación de los que veían una falta de respeto presentarse en el Falla con la ropa de todos los días. En fin, y es que habrá gente que vaya así vestida todos los días, claro. Demasiada gente. Por todas partes. A todas horas.

Incluso en el jurado del COAC. No voy a contarle otra vez la historia, porque ya lo hizo, much mejor de lo que yo podría hacerlo, Rafa Burgal en su acertadísimo análisis de la puesta en escena de la lectura del acta por parte de la secretaria del jurado. El jurado, el estamento más serio y más neutral de este concurso, no solo debe serlo sino parecerlo. Y, desafortunadamente, consiguieron que la imagen que proyectaban valiese más que las mil palabras con las que, en días posteriores, quisieron justificar la pancarta sobre el futuro de Valcárcel -con lo que se criticaron las pancartas en las agrupaciones-, la atropellada dicción de la portavoz -no todo el mundo vale para todo- y, sobre todo, por encima de todo, sualegato contra el reglamento de un concurso del que es juez y, al parecer, también parte. «Esperemos que cambien las bases del concurso, porque es un suplicio», se desahogó Carmen Castiñeira Ruiz, olvidando que no eran el momento ni el sitio más indicado para quejarse; como si uno va al notario y, tras la lectura de la escritura del testamento del abuelo, le suelta al cliente: y a ver si cambian las leyes porque vaya coñazo de papeleo el que tengo que hacer. Lo que decía antes, ser y parecer, que son dos de los verbos copulativos con los que nuestra lengua nos permite hacer predicamento.

Y como una cosa es ser y otra muy distinta parecer, le diré una cosa; formar parte de un jurado, sumar y restar puntos a las agrupaciones, observar y respetar un reglamento y dar pública fe de las decisiones que se toman puede parecer un suplicio, pero no lo es. Así que le diré que es un suplicio.

Un suplicio es levantarse cada mañana en una de las ciudades con más paro y menos futuro de España -datos, son datos de los Indicadores Urbanos del INE-, sabiendo que la esperanza de vida de los pocos hijos que tenemos es cinco años menor a la de otros municipios que están más al norte. Un suplicio es aceptar que, aunque el sur también existe, el nuestro, nuestro sur de sol y salero y de coplas y de gracia subsiste como puede, sin empleo, sin industria, sin comercio. Un suplicio es reconocer que en esta ciudad somos pocos -cada vez menos- y nos conocemos mucho, aunque más allá del río Arillo nos conozcan más por lo que parecemos que por lo que somos en realidad.

Por dentro y por fuera, que decía Martínez Ares en su sumisa contradicción. Por fuera «un osito desmembrao, cachondeo garantizao para abrir los noticieros», por dentro una gente que canta porque así sus males espanta o, por lo menos, los olvida. Eso es un suplicio, saber que no tenemos más futuro que nuestro cada vez más lejano pasado, ni más presente que ceder nuestras calles y nuestras casas a un turismo que viene buscando lo que parecemos, no lo que somos. «Por fuera un alcalde carajote y un porrón de monigotes enganchaos al carnaval»; por dentro, las costuras que aprietan porque nos hemos hecho mayores en esta ciudad de mayores, donde se cierran aulas en las escuelas por falta de niños y donde hasta la universidad tiene más vida pasados los sesenta que rozando los veinte.

Por fuera, la libertad, la inclusión, la tolerancia, la igualdad, el respeto y lo guay que somos -o parecemos-, por dentro, lo de siempre, los rencores, las envidas, las amenazas, las suspicacias, los insultos.

Ni es oro todo lo que reluce, ni reluce casi nada, porque hemos cedido todo el espacio a la mediocridad, al «esto es lo que hay».

Así que antes de que usted me lo diga, me lo diré yo misma, si «esto es lo que hay» más vale aprovecharlo, antes de que no haya nada.

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