Recordarán tu nombre
En esto de los recuerdos, pesa más el deseo que la realidad y tenemos tendencia a deformar la historia y a construir un relato a la medida de nuestros intereses
Le tomo prestado esta semana el título a Lorenzo Silva por varias razones, la primera porque es el maravilloso título de una novela que hay que leer con el corazón muy encogido y la mente muy abierta; la segunda porque son tantos los que se ... han ido –y no es metáfora ni eufemismo- esta semana, Iker Casillas, Fali Vila, David Navarro… que habría que hacer una lista para recordarlos a todos. Y la tercera porque la memoria, de tan histórica como la hemos querido hacer ya no es capaz de recordar lo que pasó antes de ayer. Hay una cuarta razón, usted y yo la sabemos, y es que, en esto de los recuerdos, pesa más el deseo que la realidad y tenemos tendencia a deformar la historia y a construir un relato –me encanta lo del relato aplicado a todo- hecho a la medida de nuestros intereses. La fama, que cantaba Jorge Manrique, que es la llave que nos permite perdurar en la memoria de los demás y no caer en el olvido o, lo que es peor, en el descrédito.
Siempre he pensado que lo peor que nos puede pasar es morirnos de viejos. Y no es porque esté totalmente de acuerdo con aquello que dijo Humphrey Bogart (o James Dean, tanto da) “vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver” –que también-, sino porque los años siempre juegan en contra de nosotros mismos, y al final dejan una cuenta demasiado alta que solo el tiempo es capaz de saldar. A mediados de los ochenta, Camilo José Cela no era el autor de “La Colmena”; si usted también acumula almanaques, recordará que, en esos años, Cela era un señor que salía en la tele y regalaba perlas que hoy serían carne de meme si no fuera porque ya nadie se acuerda de aquello. Para los niños de entonces era el de la capacidad de absorción de litro y medio de agua por vía anal, el de “No es lo mismo estar jodido que jodiendo”, y el del viaje a la Alcarria acompañado de una exótica choferesa negra –Outiliña para más señas. Se lo contaba ayer a mis hijos y me miraban con escándalo; para ellos, Camilo José Cela había vuelto a ser el Nobel de Literatura, el de la maravillosa prosa de “Mrs. Caldwell habla con su hijo”. El tiempo, a veces, pone las cosas en su sitio, o las mueve a su antojo, como si fuese un Trasgu. Ya ve, para mis hijos, Mario Vargas Llosa es el novio de la Preysler y Alberti aquel abuelo de melenas blancas que repetía “Gaviota, gaviota” y que dibujó un cartel inexplicable de Carnaval; igual que Mercedes Milá es la presentadora de GH y María Teresa Campos la novia despechada de Bigote Arrocet. Ya le digo, cuestión de años, cuestión de tiempos.
Leía esta semana que Juan Carlos de Borbón se lamentaba ante su círculo más cercano de que “los menores de cuarenta años me recordarán solo por ser el de Corinna, el elefante y el maletín”. Así es. Hago la prueba con mis hijos que apenas rozan la veintena y me hablan de un rey al que yo no he conocido. Un corrupto, un sirvergüenza, un vividor al que mantenemos entre todos… ellos, que ya han tenido tiempo de estudiar su reinado en los libros de texto, son incapaces de reconocer en el viejo achacoso y caprichoso al hombre –hombre de paja, tonto útil, mal necesario- que allanó el camino, lleno de heridas y de grietas –nadie lo duda- para que hoy ellos puedan pensar como quieran, y lo que quieran, incluso que la monarquía es una institución obsoleta, injusta e innecesaria.
Juan Carlos de Borbón no se exilia, ni lo exiliamos, ni se fuga. Se va de una manera extraña, un tanto vergonzante –eso sí- y cierra, o al menos eso nos quieren hacer pensar, una página de la historia reciente de nuestro país. Si se hubiese ido antes, tal vez sería para los jóvenes de hoy en día, el rey que evitó el golpe de Estado la noche del 23F, el que inauguró las Olimpiadas del 92 o el que borró el apellido fascista al nombre de España. La historia nunca es como la queremos contar, sino como sucedió. Y quizá en caliente no sepa igual que a temperatura ambiente; por eso no conviene precipitarse en hincarle el diente recién salida del horno. Uno se puede quemar la lengua, y lo que es peor, arrepentirse de haberse llevado la cuchara a la boca antes de tiempo
Por eso le he tomado prestado el título a Lorenzo Silva, porque tal vez estamos asistiendo al final de un cuento de hadas, y ahora toca que las carrozas vuelvan a ser calabazas, los lacayos, vulgares ratones y que las hermanastras se prueben el zapato de cristal a ver si les sirve. Tal vez sea el fin de un ciclo que creíamos sin fin, me da igual. Mientras tanto, mientras la historia elabora un relato a medida, yo prefiero recordar el nombre de un rey que, con todas las luces y todas las sombras que usted quiera ponerle, estará siempre unido al de un país que intentó hacer borrón y cuenta nueva –tal vez con más tachones de lo deseable- para que los niños de entonces seamos los hombres y mujeres de ahora.
Tal vez estoy totalmente equivocada, pero ¿qué quiere que le diga? Mi memoria sentimental pesa más que mi memoria histórica, al menos, por ahora.
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