HOJA ROJA
¿Quién dijo Pascua?
Un año después, seguimos vagando por el desierto. Hemos dejado atrás nuestra vida y viajamos tan ligeros de equipaje que solo recordamos los días azules y el sol de la infancia
Como soy, de natural, peliculera, siempre que pienso en la pandemia y en sus mil maneras de manifestarse en público, me imagino al pueblo judío y a sus siete plagas, celebrando la pascua, deprisa y corriendo, antes de iniciar el viaje a ninguna parte que ... les llevaría –o eso les habían dicho– a una tierra prometida. Al pueblo judío versión película de Hollywood, claro está; comiendo, de manera atropellada, un cordero cuya sangre decoraba ya el dintel de la puerta para que la ira de su Dios supiera donde tenía que pararse, las sandalias bien ajustadas, la voz engolada, la música de Miklós Rózsa y todo el muestrario de telas de rayas dejado caer en la cabeza, sobre los hombros o donde mejor les cuadrara. Preparados para comenzar la travesía del desierto. Listos para aguantar lo que sea, que el mar se abra en dos, que el pueblo se rebele, que se adoren becerros de oro, e incluso que el propio líder los castigue injustamente confundiendo sus caminos durante cuarenta años entre el desierto de Moab y el Neguev. Todo, o casi todo, está en el cine.
Por eso, aun siendo como soy, de natural, peliculera, lo que no encuentro en el cine voy a buscarlo a los libros. Aunque sea a los libros más sagrados, esos que compartimos con el pueblo judío, como el ‘Éxodo’, porque no hay nada mejor para saber a dónde vamos, que conocer de dónde venimos. Cuatro décadas, dicen las escrituras, que tardó el pueblo judío en completar su pascua, su paso por un páramo de penalidades y de miserias en donde hubo de todo. Falsos profetas, leyes de piedra, hambre, guerras y –de vez en cuando– un festín de maná –algunos historiadores ya se atreven a señalar que no era otra cosa más que hongos alucinógenos– para engañar los ánimos y entretener los sentidos.
Como soy, de natural, peliculera, me hago una analepsis –lo que viene siendo un flashback– y vuelvo a donde estábamos hace un año. En aquellos días, fecha arriba fecha abajo, también preparábamos nuestra pascua. Recuérdelo; comenzaba a bajar muy lentamente la presión hospitalaria y, tras un mes de duro confinamiento en casa, el líder nos pedía un último –último, dice– esfuerzo antes de comenzar el viaje, suprimiendo de manera drástica toda actividad no esencial durante la semana santa. Bajaba Sánchez del monte Ararat con sus diez mandamientos bajo el brazo, su particular Josué escribiéndole los guiones, y nos pedía «sacrificio, resistencia y moral de victoria»–a mí las arengas del presidente, los sábados por la noche, me hacían efecto maná, como los hongos– para poder salir de Egipto «y luego ya, toda una vida para recordar que, en tiempos difíciles, resistiendo, unidos, España dio la talla». Cuando hagan una película de todo esto, que no falte esta frase, por favor. Luego ya, toda la vida, decía.
Y pocas semanas más tarde, acuérdese, el cordero sacrificado, las sandalias en los pies, la cintura apretada y las palabras de nuestro presidente «vamos a iniciar una travesía sin disponer de GPS». Una verdad verdadera, la única que se dijo en todo aquel tiempo. Nuestra pascua, la desescalada. Un año después, seguimos vagando por el desierto. Cada vez con menos ganas. Hemos dejado atrás nuestra vida, hemos perdido a muchos por el camino, y viajamos tan ligeros de equipaje que solo recordamos los días azules y el sol de la infancia. Desorientados y sin mucha esperanza de llegar a la normalidad prometida.
Durante este tiempo lo hemos visto casi todo. Un centralismo autoritario y casposo autoproclamado cordero místico, unas comunidades autónomas convertidas en reinos de taifas; una crisis económica sin precedentes, un desgaste social irreparable, un presidente del Gobierno debilitado, un rebaño sin pastor y sin inmunidad. Un ministro de Sanidad que abandona el barco antes que las ratas; unas ratas que cambian de partido para entrar en los botes salvavidas, elecciones con horarios para infectados, una ola, otra ola, otra ola… y hasta un vicepresidente inmolándose –inmolándose, dice- para salvar la capital del reino.
Y lo peor no es lo que hemos visto, sino lo que nos queda por ver. El decreto vigente de estado de alarma finaliza el próximo 9 de mayo. Antes, habrá que decidir si se levanta o se prorroga, y los números no dan tregua a esta melodía infinita de muertos, de contagiados, de vacunados… llevamos muchas papeletas y me temo que el sorteo está amañado. La prórroga en el estado de alarma se decidirá en plena campaña electoral en Madrid. Será en ese momento cuando se vean las caras la realidad y el deseo.
La cuarta ola ya va tomando cuerpo, los casos van subiendo sin pausa y a pesar del ritmo frenético –frenético, dice– de vacunación. Francia, Italia y Alemania vuelven a endurecer las medidas sanitarias. Vemos a nuestros vecinos pelándose las barbas, pero aquí seguimos idolatrando a nuestro profeta Simón «si entre todos somos capaces de mantener la disciplina, las medidas de control, quizás no tenga sentido hablar de una cuarta ola».
Quizá no tenga sentido, pero como soy, de natural peliculera, voy a por palomitas, porque esta pascua, nuestra pascua, no ha hecho más que empezar.
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