HOJA ROJA
¡A la playa, a la playa!
Tal día como hoy, hace justamente un año, entraba en vigor la orden ministerial por la que se nos devolvía la calle, eso sí, de manera gradual y limitada
Tal día como hoy, hace justamente un año, entraba en vigor la orden ministerial por la que se nos devolvía la calle, eso sí, de manera gradual y limitada. Durante cincuenta días habíamos permanecido escondiéndonos de algo que no sabíamos bien cómo era, ni a ... qué dedicaba el tiempo libre y, después de un largo destierro, empezábamos a familiarizarnos con la nueva normalidad, a coquetear con ella, y a dejarnos engatusar por sus desplantes. Como en cualquier relación que empieza, siempre fueron más fuertes las ganas que el sentido común, y aquellas primeras salidas a deshora –nunca supe muy bien cuándo me tocaba salir y con quien- hubiesen dado para más de un repertorio de chirigota, si la normalidad no hubiese sido nueva; acuérdese de las fotos en el Paseo Marítimo y lo que sabían ya entonces los cuñados de encuadres, de tiros de cámara y de zoom. La playa estaba como una feria, se mirase como se mirase, y aquellos primeros paseos nos devolvieron a todos a una adolescencia rebelde en la que tonteábamos con el filo del reloj y del kilómetro. Tan ingenuos, que a ninguno nos dio por pensar que lo peor estaba siempre por llegar; y que viviríamos toques de queda, cierre de comercios, restricciones perimetrales, burbujas por grupos y pasaríamos un curso entero sin que nuestros niños –y niñas, que no se diga- les viesen la cara a sus maestros –y maestras. Lo poco espanta, que dice el refrán, y lo mucho amansa. Y en lo mucho, las fases de la desescalada se convirtieron en moco de pavo –qué expresión más fea, lo siento- frente al despropósito de los confinamientos, los tipos de mascarillas, las distancias, las reuniones familiares, las navidades, la vacunas…
En fin. Que no quería yo hablarle de esto, porque llevamos un año hablando de lo mismo. Pero ya sabe que la burra siempre vuelve al trigo, y la cabra tira al monte. Y seguimos saliendo a la calle como aquel 2 de mayo, a tontear con lo prohibido, aunque lo prohibido sea tomarse una cerveza a las once de la noche.
La astenia primaveral y el cansancio pandémico –alguien debería ir recopilando todas estas expresiones que por “covidianas” se han vuelto tan cotidianas, antes de que se vaya el virus y se nos olviden- han hecho su trabajo y nos han colocado al filo mismo de la desesperación. Ahora ya no se trata de salvar vidas, ni de salvar a la hostelería, ni de salvar a los nominados de “Supervivientes”; ahora se trata de sálvese quien pueda y tonto el último. Al menos, así nos lo ha hecho saber nuestro presidente -a través de su ministra-, la semana que viene a esta hora más o menos, el mundo volverá a ser como antes, porque como afirma Darias “el estado de alarma es una situación excepcional, pero no podemos seguir así de por vida”. Así que, salvo que ocurra una hecatombe, el mensaje, a partir de ahora, no puede ser más claro y directo “¡A la playa!, ¡a la playa!”
El mismo mensaje con el que la gente saluda a Juanma Moreno cuando lo ve en los bares, el mismo mensaje que media Andalucía llevaba esperando desde hace cuatro meses; poder pasar de una provincia a otra sin tener la sensación de que se está trapicheando mientras los turistas extranjeros –incluso extranjeros un poco más allá de Despeñaperros- se paseaban a sus anchas por nuestras calles, sin tener la sensación de ser el pagafantas de la pandilla, el pardillo al que le toca siempre bajar la basura.
Este primero de mayo viene con la reivindicación, más necesaria que nunca, de que el Gobierno cumpla sus compromisos, porque “Ahora toca cumplir”, porque las colas del hambre, las colas de la vergüenza, ya forman parte del paisaje de la nueva normalidad, esa normalidad en la que se envían anónimos y balas –qué de munición tiene la gente en sus casas- como si se enviasen flores; esa normalidad en la que todo se ha radicalizado de tal manera que los discursos políticos han regresado a mediados del siglo XX. No se votan programas electorales, se votan solo emociones y gestionar las emociones es mucho más fácil que gestionar un país; sobre todo cuando las emociones están tan a flor de piel y la piel es tan fina.
Este primero de mayo viene con unas elecciones que, desgraciadamente, pueden ser el ensayo general de que lo que nos quedará por ver. Unas elecciones en la ha quedado demostrado que lo que menos importa es la Comunidad de Madrid –sí, son autonómicas, por si usted no se ha dado cuenta, y ellos tampoco- porque no les importa la política, ni las políticas, ni siquiera les importa nada de lo que dicen que les importa. El discurso del odio no necesita ensayos clínicos, ni más de dos dosis de inoculación, ni afecta a grupos sensibles, porque es algo tan visceral, que llega directamente a las tripas, a la cartera, a la almohada…”comunismo o libertad” –qué cosa tan antigua-, “democracia o fascismo”, como si hubiésemos viajado a 1921.
Este primero de mayo, en el que dan ganas de acordarse de la madre de más de uno –y de una-, por aquello del día en el que estamos, me recuerda a aquel romance del prisionero “que por mayo era por mayo”, ya sabe, “cuando canta la calandria y contesta el ruiseñor”, y me devuelve, si no a la normalidad, a algo que se le parece, ¿vamos a la playa?