Yolanda Vallejo

Ya lo pensaré mañana

«El mundo se tambalea y nosotros nos enfrascamos en una absurda polémica con el plural de talibán»

Lo bueno de haber visto cientos de veces ‘Casablanca’ es que la cita sirve para cualquier ocasión, «El mundo se tambalea y nosotros» nos enfrascamos en una absurda polémica con el plural de talibán. Que si no puede ser talibanes, que si la RAE lo ... contempla o no lo admite, que si lo recoge en la edición de la Gramática de 2009, que si el singular es talib, que si ya talibán por sí solo designa a más de uno… lo normal en estas circunstancias. No hace ni dos semanas que éramos analistas olímpicos y hoy ya somos expertos en Afganistán, sin necesidad de saber, siquiera, en qué lugar del mapa se encuentra. «¡La que se está liando en Kabul!», decimos antes de decidir si tomamos verdejo –que no le gusta a nadie, pero nadie lo dice– o pasamos directamente a un tinto. «Ya ha aterrizado el avión español en Torrejón», dice su cuñada mirando el móvil mientras comprueba si el último capítulo de «The White Lotus» es este lunes o fue el pasado. Las cosas de las vacaciones, claro. Pierde uno el norte buscando el sur y se encuentra con un mundo que se tambalea y ya no sabe si las cifras que aparecen en Twitter corresponden al número de vacunados o de muertos en Haití.

Qué más da. Solo queremos un poco de escándalo para amenizar la espera en el chiringuito de moda que es el que menos comentarios negativos tiene en TripAdvisor o el que más veces sale en The Guardian, ese periódico que nos sacó en portada como si fuésemos una reserva keniata a la que viajar por un módico precio y en la que conseguir las mejores fotos para subirlas a Instagram.

En fin, que me lío y no era de esto de lo que quería hablarle porque, efectivamente, el mundo se tambalea y nosotros con él. En la madrugada del 11 de agosto de 1998, las tropas talibanas –talibán, talibanes, o lo que sea– destruyeron la biblioteca de la Fundación Nasser Khosrow en la ciudad afgana de Pol–e–Khomri, que tenía –y aún tiene– como principio no combatir a ninguna etnia o religión. Sus cincuenta y cinco mil volúmenes conformaban una de las colecciones más valiosas y hermosas de la cultura persa, una cultura perseguida y amenazada desde que el Islam entró en Asia Central. Los pasthu –esos a los que los talibanes consideran sus antepasados– hacen una política basada en la eliminación de todo aquello que no sean ellos mismos, y eso pasa por la eliminación de la cultura, los libros, la escultura –recuerde la destrucción de los Budas de Bamiyan–, la música y las personas.

La biblioteca de la Fundación Nasser era mucho más que una biblioteca, era un símbolo de la lucha, de la resistencia, y como decía Juan Goytisolo «el vencido no es aplastado del todo si conserva el recuerdo trágico de su lucha». Por eso la biblioteca pudo reconstruirse, como se reconstruyen los pedazos de la memoria, como se reconstruyó –tras la I Guerra Mundial– la biblioteca de Lovaina o como se hizo con la de Sarajevo tras la guerra de los Balcanes; es decir, con copias, con remedos de lo que hubo, con el recuerdo de los que un día conocieron otras ideas, otros pensamientos y otras maneras de vivir. Es lo mismo, dirá usted, pero no es igual.

En 2001, cuando las tropas estadounidenses entraron en Agfanistán para buscar a Bin Laden –no sé quién se asombra ahora que Biden lo ha reconocido– jugaron a la reconstrucción del «orden» afgano a imagen y semejanza del mundo occidental. En misión de ayuda humanitaria, Europa también instaló la mesa petitoria en mitad de la nada para «reconstruir» un país destruido por los talibanes –o como se llamen–, pero que en realidad, llevaba un siglo intentando recuperar una identidad negada por el colonialismo inglés y por la órbita soviética.

«A ver que tienen en la carta», dice su primo que ha bajado a Cádiz unos días porque esto es el paraíso. «Uff, la que se está liando en Afganistán» –la alarma no le deja ver los postres– «van a prohibir los derechos a las mujeres y a las niñas» –como si hubiesen tenido alguna vez derechos en los países islámicos– «esto no se puede consentir… ah, mira, tienen coulant de chocolate, ¿será casero, verdad?»

Las cosas no pasan de un día para otro, usted y yo lo sabemos. Los talibanes –o como se llamen– no estaban esperando a que la comitiva de Mr. Marshall saliera por la frontera para volver a las andadas. Ni Afganistán era un modelo para los derechos humanos, para la convivencia ni para la democracia, con yanquis y sin yanquis. A toro pasado es muy fácil pedir derechos para las niñas y para las mujeres afganas, y ofrecer asilo y refugio a las privilegiadas –en una guerra los que se exilian son los que pueden– que consigan salir de aquel infierno; después de visto –como diría el refrán– todo el mundo es listo.

Lo terrible es no verlo y escandalizarse cuando llegan las llamas, después de haber estado oliendo el humo más de veinte años. «No ha estado mal la cuenta», dice su primo dejando unas monedas en el platillo para que el camarero tenga algo que añadir a su ridículo sueldo.

Y al final, no era esto de lo que quería hablarle, pero ¿qué más da? «Ya lo pensaré mañana», que para algo he visto ciento de veces ‘Lo que el viento se llevó’.

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