Opinión
La parte contratante
Tiempo han tenido –hemos tenido- de ponernos en el peor de los escenarios, y tiempo han tenido de establecer unas medidas de control que, al menos, comprendamos todos
Que nuestros políticos no son Winston Churchill ni Moret es algo que ya teníamos más que asumido. Después de la brillante trayectoria retórica de la que ahora es vicepresidenta del gobierno –la que fue cocinera antes que fraila y deseaba que la Unesco legislara para ... todos los planetas- o después del «cuanto peor mejor para todos y cuanto peor para todos mejor, mejor para el suyo beneficio político» del que fuera presidente del Gobierno, poco más podíamos esperar, en cuanto a oratoria, de la clase política que nos representa. Y eso que edad para ser víctimas de los informes PISA no tienen, la verdad, porque el que más y el que menos se crió con la ley Villar Palasí, el método fotosilábico de lectura –ya sabe, a de «araña», el de «elefante»…- y la teoría de los conjuntos matemáticos. Así que no sé de dónde les viene esa incapacidad manifiesta y cada vez más preocupante de comunicarse con la gente. Y no me venga con que es una estrategia para desviar la atención porque, vaya a donde vaya nuestra atención se choca con un muro infranqueable. No entiendo lo que quieren decir los políticos, si es que, a estas alturas, quieren decir algo.
Que Isabel Díaz Ayuso es una adolescente de manual, también lo teníamos asumido. Que su ley es el «de qué se trata que me opongo» y su código de comportamiento es el de echarle la culpa al otro, lo sabíamos; son las credenciales de quien ha metido la pata hasta más allá de lo permitido y ahora no sabe cómo arreglarlo. Ni siquiera sabe si es mejor no arreglarlo, sino dejar que se rompa del todo el juguete que tiene entre las manos, suponiendo que todavía lo tiene entre las manos y no le ha explotado en toda la cara.
Lo de la pandemia nos ha puesto a prueba a todos, nos sigue poniendo a prueba cada día. Cierto es que nadie estaba preparado para esto, por mucha película de serie B que hayamos visto y por mucha profecía apocalíptica que nos hubieran contado. Pero también es cierto que la gestión de un país no es algo que se pueda improvisar según se levante el estado de alarma. Tiempo han tenido –hemos tenido- de ponernos en el peor de los escenarios, y tiempo han tenido de establecer unas medidas de control que, al menos, comprendamos todos. Porque, insisto, aquí la culpa no es de los jóvenes que salen sin mascarillas a comerse el mundo, ni de los mayores que vivieron tiempos peores y esto les parece una tontería. La culpa no es de los niños –y las niñas- que juegan juntos y comparten la cañita del batido, y tampoco de las familias que se reúnen para darse los abrazos que nos negó el confinamiento. La culpa es de los que tienen la responsabilidad política de gestionar el país; esos que un día llegaron a la conclusión de que los niños –y las niñas- ya sabían lavarse las manos y que, por tanto, era la hora de abrir los hoteles y los bares poniéndole velas y pagando tributo en el altar del turismo. Usted lo sabe mejor que yo, de la noche a la mañana se acabaron los contagios, se vaciaron las UCI y se llenaron las terrazas porque «el país» no se podía parar; se podía parar la educación, la cultura, la atención primaria en los centros de salud, la justicia… pero no se podía parar la economía, «the economy, stupid» que decían en tiempos de Bill Clinton.
Somos el país europeo que peor ha gestionado la crisis sanitaria, de eso no me cabe la menor duda. Con un confinamiento brutal y una «desescalada» hecha a imagen y semejanza de nuestros políticos –ahí fue donde empezó todo, nadie sabía en qué fase estaba o qué podía hacer, ni si íbamos para delante o para detrás-, que han preferido mirar para otro lado a ver si el virus no se da cuenta de dónde estamos y pasa como el ángel exterminador llevándose a los que no cumplen con los mandamientos de la santa madre «nueva normalidad».
Pregunte a los maestros, a los sanitarios o a su vecina Carmeluchi. Nadie entiende nada, nadie sabe cómo meterle mano a este pastel cuya guinda ha venido a poner el Consejero de Sanidad de nuestra Junta de Andalucía imparable -¿sigue siendo imparable con el PP?- que se expresa con la misma fluidez que un marciano. «Lo que estamos intentando evitar es que se me acumulen o que se acumulen personas de diferentes unidades familiares dentro del propio ámbito familiar. De ahí que vamos a proponer una restricción que la propondremos que será seis personas fuera de lo que es el ámbito familiar dentro de lo que es la propia actividad familiar».
Que no se me acumulen, vamos, es lo que intenta decir este hombre, cuyo verbo fluido no es la primera vez que tenemos ocasión de disfrutar. Jesús Aguirre, el hombre del “chupetón”, el de los ciento cuarenta amigos con los que montó el “staff” de la Consejería, el de los «tiesos como la mojama», lo ha vuelto a hacer. Hay que asumirlo, vivimos en «Una noche en la ópera» y en cualquier momento alguien nos va a decir «Nunca segundas partes fueron buenas. Escuche: ¿por qué no hacemos que la primera parte de la segunda parte contratante sea la segunda parte de la primera parte?».
Pues eso mismo.