Opinión
Orgullo de Cádiz
Estamos, seguramente, ante el mayor hallazgo arqueológico de lo que llevamos de siglo
De vez en cuando la vida, como decía Serrat, “está tan bonita que da gusto verla”. Pasa pocas veces -no vaya a pensar que con esto de la desescalada me he convertido de repente en una desenfadada optimista-, pero cuando pasa, «uno es feliz como ... un niño cuando sale de la escuela». En Cádiz estamos acostumbrados a esto, porque tres mil años dan para mucho y porque sabemos que quien aprieta, al final, no nos ahoga del todo, sino que nos deja una rendija por la que respirar y por la que vuelve siempre el pasado para ayudarnos a conjugar el futuro. Es en esos momentos en los que la vida «nos regala un sueño tan escurridizo que hay que andarlo de puntillas».
Hay días en los que me siento muy orgullosa de ser de Cádiz. Días como hoy, en los que el orgullo es mucho más que una bandera –ya sabe usted qué pienso de las banderas, y sabe que no pienso nada bueno- y un homenaje, siempre tardío, a los hombres y mujeres que tuvieron sueños mucho más grandes y mejores que el resto. Sueños disfrazados de pesadillas, claro; sueños en blanco y negro, sueños a puerta cerrada y sueños que se quedaron la mayor parte de las veces en eso, en sueños rotos. Días en los que la ciudad se reconoce en todos los colores del arcoíris y en todas las personas que decidieron un día ser quienes querían ser, no quienes les dijeron que eran.
Esta semana recibía, en el salón de plenos del Ayuntamiento, Juani Gámez Rivas uno de los premios de Memoria LGTBIQ+ por su trabajo en el embrión de la actual fiesta del Orgullo y por su labor en la Asociación Amigas del Sur. Por el nombre no supe quién era, hasta que la foto de los premiados me devolvió al Pópulo, a mediados de los ochenta, en los que entre yonkis esquineros, casas que se caían a pedazos y niñas de colegio de monjas, se paseaba la Juanchu, grandísima en todos los sentidos, con una larga melena y unos andares demasiado elegantes para una ruina de barrio asfixiado por sus propias ruinas. No eran buenos tiempos para el pasado, el presente nunca se detenía en El Pópulo, y ni siquiera se sabía entonces que bajo la barra de Los Marinos, el barrio era puro teatro…romano.
Luego se llamó Juani, Juana de Cádiz, y hacía playbacks de la Pantoja y hasta actuó en los votos religiosos de mi hermana mayor, para escándalo de mis carpetovetónicos tíos que ni entendían ni querían entender nada. Para todos los demás, era la Juanchu, la de siempre, la que soñaba ya sin saberlo con ser Juani Gámez Rivas. En aquellos años, las entrañas de la tierra le regalaron al Pópulo el pedigrí que lo convertiría en la joya romana, en la perla del medievo, en la piedra preciosa en la que los cargadores de Indias tallaban sus hazañas. De pronto, el Pópulo era el San Fedriano florentino, el Vestebro danés, el Chueca madrileño, pero ya no era el Pópulo de mi niñez, ni para bien, ni para mal.
Pisábamos la historia sin saberlo. Las niñas de mi colegio contaban, en secreto, que un pasadizo oscuro comunicaba el salón de actos de San Martín con la cueva del pájaro azul, en la calle San Juan, bordeando la Catedral. Todas lo habían visto –en aquellos años las cuevas de María Moco estaban en el top ten del sueño arqueológico de todos los niños gaditanos-, todas habían recorrido algunos metros y todas sabían en qué punto exacto el mar embestía contra los muros húmedos y se escuchaban los lamentos de los marineros. Todas, menos yo. Siempre pensé que La Cueva del Pájaro Azul estaba habitada por un pavo real gigantesco, una especie de grifo mitológico de poderosas garras y que por eso, siempre tenía entornados aquellos portones con clavos dorados; y que por eso, de cuando en cuando, entraban y salían bandoleros armados con trabucos.
Gracias a Charo Barrios conocí luego la historia del mítico local de los años sesenta. La manera en la que el azar le descubrió a su tío, Manuel Fedriani, una cueva –tan similar el hallazgo al del marqués de Valdeíñigo- que se convirtió en el centro del flamenco gaditano y que recibiría en sus salones abovedados a personalidades de toda clase desde Nobeles –Cocteau y Cela-, a políticos, aristócratas y artistas como Lola Flores y Camarón.
Hoy la vida ha vuelto a invitarnos «a salir con ella a escena» y nos ha abierto otra rendija por la que respirar. El hallazgo, hecho público esta semana, del muelle fenicio, de un posible astillero, y de los cimientos de lo que pudo ser un majestuoso edificio romano, en el corazón mismo de la taberna que va a recuperarse, nos devuelve no solo parte de nuestra historia, sino la esperanza de que no está todo perdido, y de que en nuestro pasado está, sin duda, la llave de nuestro futuro.
Estamos, seguramente, ante el mayor hallazgo arqueológico de lo que llevamos de siglo. Estamos, frente a frente, con lo que fuimos, las Gadeiras, esas dos –o tres, quién sabe- pequeñas islas en las que comenzó Cádiz.
De vez en cuando la vida, nos besa en la boca. A ver si no es para estar orgullosos, de vez en cuando.