Opinión
Mucho ruido
El debate está en la manera de ejecutar la ley; es decir, no está en el fondo, sino en las formas

Que no nos guste, o no queramos acatar una ley, no nos exime de cumplirla. ‘Dura lex sed lex’ que decían los romanos, que tenían un latinajo para cada cosa. Estemos o no de acuerdo –se puede estar en desacuerdo con una ley, oiga–, la ... legislación manda y oponerse a su mandato es constitutivo de delito, «dura lex». No conozco a nadie a quien le gusten las leyes tributarias, conozco a pocos que estén de acuerdo con la ley electoral, y creo que son muy pocos los conocidos que comulgan con la ley educativa. Y sin embargo, las acatan y hasta las asumen, porque la ley está para cumplirla.
Por eso el debate ya no está en la aplicación ni el acatamiento de la ley de la Memoria Democrática –una ley más que necesaria a estas alturas de la película–, por mucho que siempre salga el sol por Antequera y siempre haya quien opine en contra del texto legal –opinar es lícito, por cierto– hurgando en heridas mal cerradas y peor cicatrizadas. Allá cada uno con su opinión, que para eso es suya. El debate no está ahí. El debate está en la manera de ejecutar la ley, es decir, no está en el fondo, sino en las formas.
Y por ahí es por donde nos perdemos siempre. A nadie en su sano juicio se le ocurre hacerse una foto en la puerta de Hacienda, con el modelo 100 en la mano, para demostrar que cumple religiosamente sus obligaciones tributarias –qué tonta soy, lo mismo hay quien sí que se la hace y luego lo cuenta en sus redes sociales–, pero a todos nuestros dirigentes se les va la vida en demostrar que cumplen a rajatabla la ley de Memoria Democrática, como si no estuviesen del todo convencidos de que tienen que hacerlo. Era una vergüenza que el dictador Franco estuviese enterrado en un lugar que pertenece a Patrimonio Nacional y que se cobrase una entrada por visitar su tumba en un recinto que pagamos entre todos, de eso no me cabe la menor duda. Pero no era necesario retransmitir en directo la salida de los restos, ni era necesario que la ministra estuviese despidiendo al cortejo fúnebre y mucho menos era necesario montar el féretro en un helicóptero y pasearlo con luz y taquígrafos por el cielo de Madrid. Hay maneras y maneras de hacer las cosas.
A estas alturas todos sabemos ya quién era Ramón de Carranza. También sabemos quién era su hijo –que tiene puente y calle todavía en nuestra ciudad, por cierto– y por qué le puso el nombre de su padre al estadio de fútbol y al Trofeo de los trofeos –¿cómo se llamará a partir de ahora?–. Sabemos, también, quién era José María Pemán y cómo su longevidad le permitió pasar de afecto al régimen a convencido demócrata, llegando a teatralizar a la perfección el reencuentro de las dos españas en aquella foto con Rafael Alberti, a quien por cierto, cualquier día de estos le podrían aplicar la ley de Memoria Democrática por su participación en la guerra civil. Que todos tenemos un pasado, y el pasado siempre tienen más conjugaciones que el presente y que el futuro.
A estas alturas, insisto, todos estamos de acuerdo en que determinados nombres no pueden estar en el nomenclator de nuestra ciudad, y aun quedan muchos, como Carola Ribed –que para colmo es el nombre de un colegio público–, Guillén Moreno, Brunete o Condesa Villafuente Bermeja. Lo normal es sustituirlos, aplicando la ley, cuanto antes, como se hizo en la avenida Ramón de Carranza o más recientemente en la avenida Juan Carlos I, aunque por otros motivos. Se aprueba el nuevo nombre, se manda a una cuadrilla de operarios y listo, el problema para los carteros. Lo que no es normal, ni medio normal siquiera, es organizar una romería para quitar la placa de Vasallo de la fachada de la casa natal de Pemán. La quita usted, como quitó la de José León de Carranza –que tiene calle y puente, todavía– y listo. Cuestión de formas. O de formalismos, como el proceso participativo con el que pretenden avalar el cambio de nombre en el estadio.
A mí, que siempre me ha parecido horrible que las calles y los edificios lleven nombre de persona, me da exactamente igual cómo se llame el campo de fútbol. Tan igual como que el teatro del parque Genovés tenga o no tenga nombre. Me da igual. Lo que no me da igual es que usemos distintas varas de medir para hacer el mismo traje. Si para cambiar el nombre al estadio se necesita tanta parafernalia, ¿Por qué no se usa el mismo procedimiento para el teatro de verano? O mejor aún ¿por qué no construyen de una vez el teatro de verano?
Más de cinco años llevamos dándole vueltas a lo del Carranza y casi dos años liados con el proceso participativo. Cometiendo errores –los que lo avalan y los que lo critican–, haciendo chapuzas y levantando una polvareda que no va a servir para mucho. La gente lo seguirá llamando Carranza, igual que sigue llamando Simago al Carrefour y Zamacola al Puerta del Mar.
Quítele ya el nombre al estadio, por favor. Cumpla con la ley y retire todo lo que aparece en el Catálogo para la Retirada de la Simbología Franquista de nuestra ciudad. Y no haga tanto sonar el cántaro, no vaya a ser que se note que está hueco.