OPINIÓN
Más típico no lo hay
Lo malo del costumbrismo, lo malo del tipismo, son los tópicos, esos cimientos sobre los que se asientan los prejuicios más asquerosos
No hay título más recurrente que este que uso hoy, ¿qué quiere que le diga? Tampoco esta ciudad da para más, y nosotros estamos muy acostumbrados a la recurrencia de las frases hechas; tanto, que nos entendemos con la misma salmodia una y otra vez, ... con la misma letanía arrancada a las coplas –qué bien me ha quedado esto–, y si nos dicen «que aquí se acaba el non plus ultra» contestamos «que traducido resulta» y si alguien dice «mi suegra», inevitablemente el «como ya dije» sale por defecto en la conversación. Es algo que forma parte de nuestro código genético de comunicación, no tiene mayor misterio.
Lo llamaban costumbrismo y nosotros lo llamamos tipismo, pero es lo mismo. No es que, de pronto, nuestra ciudad sea el parque temático de la triple C, es que siempre lo fue porque, aunque cambie la letra, la música es la misma, y tampoco es original, para qué vamos a engañarnos. Pasada la euforia enciclopédica del siglo XVIII nos quedó la costumbre de clasificar todas las cosas, de guardarlas en cajones etiquetados para que nada se escapase al orden establecido. Esto es blanco, esto es negro; esto es de derechas, esto es de izquierdas, esto es típico y esto no lo es. Basta con echarle un ojo a la monumental obra ‘Los gritos de Cádiz’ para hacerse una idea de lo que era nuestra ciudad hace doscientos años, tal vez porque una imagen vale más que mil palabras, y los grabados de Tomás de Sisto cuentan más de nosotros que todos los diarios de sesiones de las Cortes y que todas las actas capitulares juntos. Ahí están el «santi, boniti e barati», tan de Cádiz como el pimpi o el «amoladór» –versión decimonónica del afilaó–, todos pegando gritos para vender su mercancía y, sobre todo, para hacerse notar en esta ciudad que nunca pagó traidores pero tampoco les dio la espalda, por si acaso.
Lo malo del costumbrismo, lo malo del tipismo, son los tópicos, esos cimientos sobre los que se asientan los prejuicios más asquerosos, esos a los que Ana López Segovia se refería con su «¡Vivan los acentos, sean de donde sean!» en la entrega del más que merecido premio Max al mejor espectáculo revelación del año, los mismos prejuicios a los que Pablo Iglesias aludía en su tonillo de superioridad con el «vocalice un poco más» dirigido al murciano García Egea en el congreso. Ya ve, nadie se libra, ni siquiera los que venían a romper los moldes se salvan de mirar por encima del hombro a los demás. Es la gran paradoja de la nueva política, venían a decirnos que todos somos iguales, pero por lo visto, unos son más iguales que otros, que ya lo decía George Orwell.
Esta semana, en la que hemos conocido que Donald Trump –ya casi no me sorprende nada– podría ser Premio Nobel de la Paz y en la que hemos puesto a prueba el sistema educativo para ver hasta donde daba de sí la correa de maestros, familias y alumnado, hemos sabido también que nuestro alcalde pasará a la historia porque «fue, es y será un personaje típico gaditano», según las palabras del líder municipal del PP en Cádiz; palabras desafortunadas, por cierto, que dejaban el camino despejado para que José María González se colgara otra vez la medalla del «pueblo», y se autoproclamara un personaje típico gaditano de la estirpe de Carlos «El Legionario», de «El Cumbre», de Vicente el «Largo», de la Cabiria, de Fermín Salvochea, de don Rosendo, de la Uchi… de todos los que en el imaginario colectivo conforman la galería de «personajes» gaditanos, con toda la carga semántica que encierra el término. Para lo bueno y para lo malo.
Porque si un «personaje típico gaditano» es lo que describía Juan José Ortiz en su discurso, «flojo», sectario, indolente, dejado, incapaz de dialogar, incapaz de gestionar… mas nos vale ir revisando los tópicos. Los gaditanos –y las gaditanas– llevamos siglos arrastrando el sambenito de chuflas y de vivalavirgen como para que a estas alturas el mismo sambenito sea usado para santificar las fiestas. No todos –ni todas– somos o Kichi o Juancho. Ni majos, ni petrimetres. El debate ilustrado, el que puso en pie todos los tópicos habidos y por haber, y el que González del Castillo dejó inmortalizado en «La casa de vecindad» sigue estando de actualidad.
Eso es lo que somos, eso es lo que es nuestra ciudad, una casa de vecinos a la que no le falta ni un detalle, a la que no le falta ni un tópico. El casero, la chismosa, el cursi, la bachillera, la montañesa, el ciego, el bravucón, el caradura, la marisabidilla, la niña repelente… una casa de vecinos llena de goteras y desconchones que se cae a pedazos, mientras transcurre la escena y nadie hace nada por remediarlo.
Los sainetes de González del Castillo son más que un espejo, una caricatura de un Cádiz que fue, es y estará hecho a imagen y semejanza de sus ciudadanos. Se lo decía al principio, esta ciudad –mi gran paradoja, y la suya también– no da para mucho más. Llevamos siglos haciendo lo mismo, y la casa sin barrer.
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