Maricón
Pintamos los bancos de colores y ponemos muñequitos en los semáforos, pero seguimos siendo el mismo país homófobo
Es muy fácil decir que Samuel Luiz, el joven asesinado de una paliza brutal la semana pasada, estaba en el sitio equivocado y a la hora equivocada. Es muy fácil decir que los jóvenes andan jugando con el fuego de los dioses pensando que no ... quema. Es muy fácil ventilar las habitaciones cerrando la puerta e improvisar disculpas. Tal vez porque lo más fácil es decir que todo ha sido una equivocación, un malentendido por parte del agresor, por parte de la víctima y su acompañante, por parte de los que intentaron socorrerlo, por parte de las autoridades, por parte de los manifestantes que se echaron a la calle, y en definitiva, por parte de la sociedad. Nadie tiene derecho a quitarle la vida a otra persona, ni siquiera por una equivocación. Y si a todos nos parece una aberración que haya alguien que reaccione de manera tan violenta y desmedida ante lo que considera un ataque a su intimidad, lo que no se entiende es que en este país sigan pasando cosas así.
Porque el asesinato de Samuel, sean cuales sean las causas que estime la investigación policial, va mucho más allá de una equivocación. O quizá no. Lo terrible no es que uno, tres o trescientos jóvenes se ensañen a golpes, patadas y puñetazos con una víctima indefensa hasta quitarle la vida; lo terrible es el fracaso de una sociedad que se las da de progresista, igualitaria y justa mientras sigue alimentando el odio y las desigualdades. Mientras sigue permitiendo que maricón sea el insulto favorito en los patios de las escuelas, en las cenas familiares, en los partidos de fútbol, en los centros de trabajo.
No hemos aprendido nada de los programas de coeducación ni de las leyes ni de las banderas de colorines. Nuestra España carpetovetónica sigue siendo la misma, aunque se vista de arcoíris y disfrace su cobardía de orgullo. Como en todo –o en casi todo- jugamos la partida con distintas barajas; tenemos un marco legal que garantiza la igualdad y el derecho de cada persona a sentir y expresarse como quiera, pero solo es el marco, porque el lienzo sigue estando en blanco, o lo que es peor, en blanco y negro. Sin matices de ningún tipo.
A Samuel en A Coruña, a Fernando en Valencia o a Francisco en Valladolid los asesinaron. Dicen que fue por amar a personas de su mismo sexo, por venganza o por equivocación. Los tres tuvieron que escuchar la palabra “maricón” de sus agresores poco antes de morir, pero seguramente la llevaban escuchando toda su vida, en el patio del colegio, en la plazoleta, en la playa, en las excursiones, en las actividades extraescolares, en el instituto, en la universidad y en su propia casa. “Maricón de qué” fueron quizá las últimas palabras de Samuel antes de arrastrarse durante doscientos metros entre insultos, patadas y golpes asestados por un grupo de indignados que ni lo conocían ni –según han declarado- sabían su tendencia sexual. “Maricón de mierda” le decían, sin embargo.
Los primeros que auxiliaron a Samuel hablaban de una pandilla de “latinos o mulatos” con los que se habían cruzado y a los que suponían autores del asesinato. Un maricón, unos latinos o mulatos y pare usted de contar. La manía nuestra de poner etiquetas y de envasar herméticamente todo aquello que nos molesta. De apellidar a los acontecimientos para lavar la conciencia, esto no va conmigo que no soy ni maricón ni mulato ni latino. Esto es lo que debería preocuparnos, y mucho.
Nuestro país fue de los primeros en aprobar una ley de matrimonio igualitario que garantizara los derechos civiles de las personas más allá de su orientación sexual; también ha sido de los primeros en dictar una ley de identidad de género y de igualdad LGTBI y existen montones de programas educativos orientados a normalizar e integrar a los distintos colectivos en una sociedad que no tienen intención de integrarlos. Pintamos los bancos de colores, ponemos los semáforos con muñequitos con faldas y todos tenemos un amigo gay o a unos conocidos que tienen una hija trans. Decimos les niñes y les amigues y contamos que en nuestras casas no hacemos ningún tipo de distinción en los juguetes, ni en la ropa, ni en el peinado de nuestres hijes.
Pero es todo mentira. Porque seguimos siendo el mismo país homófobo de las cintas de cassette de Arévalo y la Esmeralda de Sevilla, el mismo país que mira con lástima –cuando no con desprecio- al que no cumple los mandamientos de la santa madre “normalidad” que establecieron nuestros mayores. Porque seguimos insultando de la misma manera que hace ochenta años, y con la misma mala leche.
No se engañe. No hemos cambiado tanto, por mucho que nuestros políticos hablen en una jerga que dicen inclusiva, por mucho que las leyes permitan lo que no se permite en las calles, por mucha bandera en los centros oficiales, por mucha semana del orgullo que se celebre, por mucho que nuestros jóvenes crean que viven en un país igualitario.
Mientras haya un solo niño que tenga que escuchar cómo le llaman “maricón” por no jugar al fútbol o por preferir un color a otro o por no defenderse con violencia, estaremos permitiendo que una pandilla de tres o de trescientos acabe con la vida de un Samuel. Aunque sea una equivocación.
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