Lo que llamábamos vida
«Hagamos planes, como cuando teníamos vida. No sabemos en qué momento podremos llevarlos a cabo, pero tenemos que hacer planes»
Llevo siete días en casa haciendo como que vivo . Me levanto temprano, me ducho, me visto –aún no he sucumbido al deseo de quedarme en pijama, pero me queda poco, advierto–, me asomo al balcón, desayuno, trabajo, teletrabajo, levanto a mis hijos para ... que se vayan al telecolegio, a la teleuniversidad –mi hija, a recibir clases en la de Granada; mi hijo, a mirar la plataforma, porque la Universidad de Cádiz aún se lo está pensando-, salgo al balcón, cuento a las personas que pasan por la calle. Leo los periódicos, escucho la radio, hago el almuerzo. Como. Como. Veo la televisión, salgo al balcón, intento seguir una clase de zumba por Facebook con la profesora de matemáticas de mi hijo pequeño. No sabemos hacer zumba, pero nos reímos mucho, o hacemos como que nos reímos. Salgo al balcón, pasa la policía pero ya no dice nada por la megafonía. Me hago el tercer café, quizá es el octavo, pero prefiero no pensarlo. Pienso, mejor, en la hora de la cena. Pongo una lavadora de pijamas –mis hijos sucumbieron al pijama desde el primer día. Quiero leer, o releer alguno de los libros que más me gustan, pero me pongo a ver lo que hace la gente a través de las redes sociales. La gente hace muchas cosas en redes sociales, limpian, juegan al dominó, limpian, cantan, recitan poemas, hacen cadenas de películas, –ya sé cuál es la película favorita de todos mis amigos, ninguna es la mía, por cierto–, limpian. Hablo con todo el que se presta a leerme por whatsapp; reenvío audios absurdos, ninguno de cuñados que trabajan en hospitales y dan la última y más certera noticia, ninguno de mascarillas que viajan de una comunidad a otra; todos los de dietas y recetas de cocina, también los memes que me llegan. Llamo a la familia que no tengo cerca, les digo otra vez que estamos bien. Salgo al balcón. Aplaudo, cuento a las personas que pasan por la calle. Ceno. Ceno. Intento ver una serie o una película, pero termino viendo un debate del “Capitán A Posteriori”, todos llevamos un experto dentro deseando que lo saquemos a pasear. Me peleo con mis hijos –lo hago porque dicen los expertos que hay que intentar mantener rutinas de normalidad- me reconcilio con ellos, cada vez menos, y los miro cuando ellos no me miran como si pudiera protegerlos con solo mirarlos. Me pongo el pijama. Salgo al balcón. Ya no hay personas que contar por la calle. Me acuesto. Duermo, hace días que ya no sueño.
Las pesadillas vienen solas, durante el día. Los números nos dejan sin palabras. La inconsciencia sigue paseando a sus perros –he dicho paseando, no se me vaya a echar encima el mundo animalista-, sigue comprando a diario, sigue burlando a las leyes. La gente pierde el trabajo, pierde la esperanza, pierde la cabeza. La insolidaridad sigue llevándose todo lo que hay en los supermercados, sigue parándose a charlar en las esquinas. La falta de medios y de recursos está poniendo en riesgo a los sanitarios, a los repartidores, a los que trabajan en los supermercados, que solo reciben aplausos a cambio. Pero todo el mundo tiene una cita en Samarra, y la muerte nada más que tiene que esperar a que vayamos llegando. Que esta muerte no solo se cobra la vida, sino lo que llamábamos vida .
Porque lo que llamábamos vida ha dejado de serlo. La vida era la calle . La vida era no tener tiempo de nada y estar contando los días para que llegase el fin de semana, para quedarnos en casa; y en vez de quedarnos en casa, la vida era salir a comer con los amigos, ir al cine, tomar el sol, perdernos por las calles, ir de compras. Pasear. La vida era eso que decíamos que no nos daba para más. Madrugar, recoger la casa de mala manera, levantar a los niños, trabajar, hacer la compra corriendo, recoger a los niños del cole, visitar a los abuelos, pagar facturas, pagar lo que fuera, salir a correr, ir a la peluquería. Subir a la azotea y recoger la ropa. Quejarnos. Hacer planes. Eso era la vida, hacer planes.
Y esa es mi resistencia. El único lugar donde el virus tiene cerradas las puertas. «¿Qué es lo que te ayuda a vivir en los momentos de desconsuelo? La necesidad de ganar tu pan, el sueño, el amor, la ropa limpia que te pones, un viejo libro que relees. Todo lo que era bueno en las horas de deleite sigue siendo exquisito en las horas de desamparo», decía Marguerite Yourcenar en ‘Peregrina y extranjera’ –apunte la recomendación literaria y no me dé las gracias–, todo lo que era bueno en las horas de deleite sigue siendo bueno en las horas de desamparo.
Así que hagamos planes para cuando acabe toda esta pesadilla. Hagamos planes, como cuando teníamos vida. No sabemos en qué momento podremos llevarlos a cabo, pero tenemos que hacer planes. Porque todo lo bueno de la vida sigue siendo bueno.
La risa de los niños, la sonrisa descarada de los adolescentes, los besos a escondidas, los abrazos de los abuelos, el olor del mar, los buenos días a los vecinos, el vino, el pan aunque no esté recién hecho, los paseos por la tarde, las siestas en el sofá.
Haga planes. Lo que llamábamos vida está cada vez más cerca.