HOJA ROJA
Jugando con calamares
El problema es que, como sociedad, tampoco tenemos un desarrollo crítico suficiente que nos permita separar la realidad de la ficción
El cuento empieza así. Un grupo de maestros –y maestras, claro– se alegraba de ver el patio del colegio convertido en la plaza del pueblo de hace setenta años. El objetivo, pensaban ufanos –y ufanas– se estaba logrando. Tantos planes de coeducación, tanto pan y ... fruta en el desayuno, tanto camino seguro para llegar a la escuela estaban dando como resultado que los pequeños –y las pequeñas- estuvieran recuperando los juegos catalogados como tradicionales por la nueva sensibilidad. Si habían eliminado los plásticos y la bollería industrial, si se habían terminado los juegos segregados por sexo –o género o como sea–, no sería tan difícil volver al pizarrín e incluso a hacer fuego con dos palos a poco que se lo propusiera el Consejo Escolar. Todo en nombre del progreso, o de un determinado tipo de progreso, como un ejercicio catequético –uy, no, esa palabra no se puede usar– para que los niños, y las niñas, –y les niñes–, vivan en los mundos de Yupy, creciendo en un entorno tan idílico como ficticio. ¡Qué guay es todo! El alumnado –así queda mejor– jugando a las canicas en el recreo o al pollito inglés, ¡Ay, qué maravilla! Sin mover los pies, cuando yo diga tres…
El cuento continúa de la siguiente manera. Los niños y las niñas, no están jugando al pollito inglés, sino que juegan a la serie de moda en Netflix. Una serie absurda, con personajes absurdos y tan desgraciados y tan simples como el mecanismo de un chupete, que se ha convertido en el fenómeno de la temporada y en el ‘starter pack’ obligatorio para socializar en estos tiempos casi normales. Que si qué horror de juegos, que si qué perversión, que si se veía venir que el abuelo encerraba algo, que si qué malo es el amigo, que si al final lo redime la muerte –como siempre, que para algo tiene que servir morirse–, que si al hindú lo engañaron como a un chino… lo normal cuando algo se convierte en tendencia y nos obliga a entrar en el redil de las ideas interinas. Siempre ha sido así, aunque los adanes de la nueva sensibilidad no lo crean. Yo jugaba a ‘Los Ángeles de Charlie’ en el patio de mi colegio –nunca me tocó ser la guapa Jill– y no creo que fuese una serie infantil, precisamente, y mis hijos se pasaron años emulando a Novita y Shizuka o haciendo como que eran el Team Rocket, luchando contra Ash y Pokemon. Eso por no remontarme más atrás, cuando los niños de mi barrio jugaban a indios y vaqueros y se metían unas tundas de golpes que para ellos y para su salud mental se habrán quedado, o cuando la generación de mi padre jugaba a la guerra en mitad de las calles de su pueblo. Es de primero de sentido común, el juego es un modo de interactuar con la realidad que representa de manera simbólica lo que pasa alrededor. Mediante el juego los niños –y las niñas– adoptan roles y aprenden a manejar situaciones, a resolver conflictos o a crearlos, no vayamos tampoco a ponernos exquisitos.
El cuento no tiene fin. El grupo de maestros –y de maestras– alerta a los padres y las madres de la inconveniencia de que los niños y las niñas vean series violentas en la televisión o en los móviles; «las imágenes y valores transmitidos en esta serie pueden perjudicar seriamente a los niños y las niñas», dicen en un comunicado. Los psicólogos advierten de que «los menores no tienen un desarrollo crítico suficiente para distinguir la realidad de la ficción».
Moraleja: tienen razón los psicólogos. El problema es que, como sociedad, tampoco tenemos un desarrollo crítico suficiente que nos permita separar la realidad de la ficción. Y así nos va. El profesor Bright Sheg, finalista del Pulitzer de la música, y una de las voces más autorizadas en el mundo académico, ha sido despedido de la universidad de Michigan por hacer ver a sus alumnos –y alumnas– la clásica versión cinematográfica de ‘Otelo’ protagonizada por Lawrence Olivier, que es la más fiel al texto de Shakespeare, por cierto. Incapaces de distinguir la ficción de la realidad, los estudiantes se sintieron muy ofendidos y atacados en su ‘safe space’ porque un blanco apareciera con la cara pintada de negro interpretando al moro de Venecia. «No se puede consentir esto en la Universidad» decían los alumnos-clientes mientras pedían la cabeza de Sheg en bandeja de plata. La consiguieron, por cierto.
Y es que, bien mirado, todo es una ofensa contra alguien. Retiremos los cuadros de los museos, las estatuas de las calles, las imágenes de los templos, las películas en blanco y negro y, luego, borremos los hechos históricos –siempre habrá quien se moleste por lo que pasó hace mil años–, y redibujemos los mapas del mundo, para que nadie se sienta ofendido por pertenecer a un país pequeño o por vivir en el hemisferio sur. Hagamos desaparecer del canon literario todo aquello que pueda causar heridas –que desaparezca todo– y cambiemos la letra de las canciones que no se ajusten al credo actual.
Y luego, llevémonos las manos a la cabeza y rasguémonos las vestiduras cuando alguien lo llame censura. Porque lo terrible de no distinguir la ficción de la realidad es que nunca nos podremos dar cuenta de que la realidad supera, siempre, a la ficción. Y eso, lamentablemente, no es un juego.