Juegos reunidos

Terminan unos Juegos Olímpicos no exentos de polémica –todos los son, no nos llamemos a engaño- en los que la inclusión, la igualdad, y el buenismo le han ganado la partida a otros valores

Yolanda Vallejo

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Terminan hoy los Juegos Olímpicos más peculiares de la historia reciente. Para empezar, han sido los Juegos Olímpicos del año pasado, lo que no deja de ser un tanto fantasioso ya que en lo único contra lo que no se puede competir, por mucho que ... nos empeñemos, es contra el tiempo; y por mucho que repitamos Tokio 2020, estamos en 2021 con todo lo que eso implica, sobre todo para la próxima Olimpiada. Pero, salvando esta obviedad, los Juegos Olímpicos de Tokio pasarán a la historia por ser los juegos más caóticos, los más blandos y, si me permite, los más absurdos de todos los que hemos conocido y los que menos han respetado el espíritu del barón de Courbetin –ya sabe, el que se inventó todo esto- que decía que “el día en que un deportista deje de pensar en primer lugar en la felicidad que su esfuerzo le procura, el día en que deje que las consideraciones sobre la vanidad o sobre el interés prevalezcan, ese día nuestros ideales morirán”. Así que blanco y en botella, los Juegos Olímpicos han muerto en esta edición sin público, con camas de cartón –para evitar relaciones sexuales entre los atletas, aunque se han repartido más de ciento cincuenta mil preservativos, paradójicamente- , con medallas ecológicas –hechas con restos de teléfonos móviles y de aparatos electrónicos, que para eso se celebran en Japón-, y con el presupuesto más alto de la historia que supera los veintidós mil millones de dólares.

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