Opinión
La isla de los prodigios
Luego están los fariseos, claro. Los que se escandalizan públicamente y se rompen las vestiduras y se tiran de los pelos porque no distinguen la realidad del deseo

Dicen los terraplanistas que al final del mundo hay un muro de hielo que nos impide caer al vacío, que Australia no existe y que sus 24 millones de habitantes son, en realidad, «actores pagados por la NASA». A estas alturas estoy de un crédulo ... que soy capaz de comprar cualquier idea, fundamentalmente porque ninguna me parece del todo disparatada. Es uno de los daños colaterales de la posverdad, la incapacidad de distinguir lo cierto de lo falso, algo que ya defendían los clásicos ilustrados: una cosa es la verdad y otra cosa la verosimilitud; una cosa es lo que es y otra lo que parece. Y en el mundo de las ‘fakes’, los límites entre unas y otras son tan líquidos que es muy fácil ponerse chorreando en cualquier charco.
El asombro, entendido como curiosidad, se está perdiendo y es una pena. No así la fascinación, que la seguimos manteniendo intacta, tanto o más que nuestros antepasados, que disfrutaban como niños contemplando los prodigios de la naturaleza, mujeres barbudas, niños siameses, gigantes y otros «hombres de placer». La peor España de los Siglos de Oro –ya sabe, la decadente, la marrullera, la más actual– lo tenía tan asumido que incluso desarrolló un amplio programa de abastecimiento de «sabandijas palaciegas» en la corte de los Austrias, dedicadas exclusivamente al divertimento de los monarcas y sus satélites. Bufones, locos, truhanes, enanos y cualquier otra circunstancia inusual –o no- servía de salvoconducto para formar parte de los correligionarios de aquella peculiar corte de los milagros. El «examen de prodigios e ingenios» no era cualquier cosa, era un casting perfectamente estructurado que solo pasaban aquellos que estaban dispuestos a exhibirse en espectáculos públicos y a recibir todo tipo de insultos y vejaciones por parte de los espectadores, a cambio, eso sí de un techo bajo el que dormir, un vestido con el que abrigarse y un plato diario del que comer. Tal era la hambruna –física y moral– del momento que muchas familias llegaban a quebrar huesos a sus hijos, o a travestirlos, con tal de alcanzar un puesto en tan ansiada empresa.
El resto, qué quiere que le diga, lo sabe usted tan bien como yo. Lo vemos a diario en televisión. Espectáculo, entretenimiento y escándalo combinados de tal manera que componen la fórmula perfecta para alimentar ese sentimiento de curiosidad morbosa que es inherente al ser humano. La ventana indiscreta, el ojo que todo lo ve, la vieja del visillo, la mirilla y el big brother llevados hasta sus últimas consecuencias. Los prodigios, hoy en día, no tienen apariencia de «seres monstruosos», es cierto, pero su observación sigue siendo igual de cautivadora para el espectador moderno.
Le cuento esto porque hay una isla que imita al paraíso. Hay hombres, mujeres y frutas prohibidas. También hay serpientes y un Dios castigador –bueno, tres millones de dioses congregados ante el televisor– dispuesto a impartir justicia divina en cualquier momento. Hay un juicio continuo y hay pruebas de los delitos «hay más imágenes para ti», dice con voz solemne la presentadora; y están la lujuria y la envidia y la soberbia, y la gula, y ira y la avaricia; y hasta la pereza de ver un día y al otro lo mismo. No hemos cambiado en nada desde aquel primer día en que a Eva le dio por comerse la manzana.
Luego están los fariseos, claro. Los que se escandalizan públicamente, y se rompen las vestiduras, y se tiran de los pelos porque no distinguen la realidad del deseo. Los que se ofenden por todo, por el saludo o no saludo de Echenique a nuestra princesa –que por cierto, y siguiendo la tradición de sus antepasados, parece que también gusta de la isla–, por la chirigota del Cascana, porque el partido del Cádiz coincida con la final del COAC, porque las Olimpiadas municipales más inclusivas excluyan a los niños y las niñas de la Concertada… En fin, lo de siempre.
Lo que importa, lo que todo el mundo comenta con cierto regocijo, es que en la isla hay un cornudo. También los había en la tradición teatral, los “consentidos”, que hacían las delicias de los espectadores a los que nada les producía más placer que observar, bajo la perspectiva de los espejos deformantes, su propia realidad. Estefanía –sí, la pesada Estefanía que se cuela cada noche en el Falla– le ha puesto los cuernos a Christopher, y de qué manera, delante de toda España.
Su infancia desgraciada, su atormentada adolescencia y su aburrida existencia han sido atenuantes en el juicio popular. Pero la audiencia no ha tenido demasiada piedad con ella, ni con ella, ni con las otras «prodigios» que la acompañan. Somos así de crueles con las desgracias ajenas, y de depravadores, y de carroñeros.
Y mientras, el #Tradwives, el movimiento de mujeres que reivindican el papel de la «esposa tradicional» que solo busca complacer a su marido, sigue sumando seguidoras. A veces, me gustaría creer que la Tierra es plana, pero lo único que veo planos son los encefalogramas. De mucha gente, además. ¡Que le vamos a hacer!