Esto es todo, amigos
«Se acabó el Estado de Alarma, se acabó la desescalada, se acabaron las fases y con ellas se acabaron los buenos propósitos y el distanciamiento»
Sigo leyendo ‘El infinito en un junco’, el maravilloso ensayo de Irene Vallejo que se ha convertido, para muchos, en el símbolo de la resistencia durante el confinamiento. Un libro sobre libros, que no habla solo de libros, sino que habla de uno de los ... principios inalterables de la condición humana, esa insoportable levedad del ser, parafraseando a Kundera. Somos y no somos, al mismo tiempo duros y frágiles, como decía la canción ¿recuerda? «Soy como el junco que se dobla, pero siempre sigue en pie». Qué tiempos aquellos los del ‘Resistiré’ en los balcones desde los que veíamos la vida pasar, la vida pasando ante nosotros. Todo pasa, que decía el poeta, pero no todo queda; y hoy, instalados cómodamente en la nueva normalidad, parece que hemos olvidado por completo qué era aquello del Estado de Alarma, y sobre todo, para qué servía, para qué ha servido. Para qué nos ha servido. Ni somos mejores, ni lo pretendemos.
Dice Irene Vallejo –y vuelvo sobre su ensayo, de lectura obligada– que la personalidad de cada uno de nosotros está modelada por los hábitos mentales, la repetición y una especie de chovinismo que nos alienta a pensar que las costumbres de cada uno son las mejores, las más perfectas. Animales de costumbres, que es lo que somos, o como escribió Píndaro seis siglos antes de nuestra era, «la costumbre es la reina del mundo». Así que no nos ha costado trabajo volver.
Se acabó el Estado de Alarma, se acabó la desescalada, se acabaron las fases y con ellas se acabaron los buenos propósitos y el distanciamiento. Todos a la calle –me acuerdo del «cofrades, a la calle» y me parece tan lejano como ridículo–, todos a recuperar metros de acera, de playa, de aire. Que el virus seguirá estando ahí, vale, pero el turismo llama más fuerte a la puerta y hay que dejarlo pasar; que llegan los aviones, los trenes, que hay que llenar las terrazas y que el mundo, nuestro mundo, el mundo que aún seguimos creyendo dominar, no se para. Que sí, que nos lavamos las manos al entrar en una tienda, pero luego toqueteamos todo lo que nos parece y aquí paz, y después gloria. Que sí, que no habrá fiesta de fin de curso, pero quedamos todos los papás y las mamás, y los niños y las niñas y nos montamos la merienda por nuestra cuenta. Que sí, que las salas de estudio en los aularios y en las bibliotecas tienen aforos limitadísimos, pero luego nos vamos a una terraza y nos pasamos los apuntes como si tal cosa.
Volvemos al cuerpo a cuerpo, en todos los sentidos. Volvemos a perfumar los noticieros con la esencia más hispánica, la de la confrontación, la del «y tú más», la de la mezquindad más absoluta, quizá porque es el registro en el que mejor sabemos comportarnos, o quizá porque estamos convencidos de que nuestras costumbres son las mejores. Señores y señoras, ha vuelto la normalidad.
Abro el periódico, el de antesdeayer mismo, aunque parece de febrero. Irene Montero, la ministra de Igualdad sigue dándole vueltas a lo mismo. Si hace unos meses aplaudía lo del sola y borracha y todo aquello, ahora dice que las mujeres bebemos para parecernos a los hombres, para «poder estar en las misma condiciones que ellos y no perder oportunidades»–ya estoy echando en falta una botellita de similar–. Isabel Díaz Ayuso propone una corrida de toros benéfica en honor de los sanitarios –no es nada nuevo, los Austria lo hacían mucho, cuando acaban las pestes–; Cayetana Álvarez de Toledo y Carmen Calvo tienen un café pendiente cuando acaben la representación del circo y Rocío Monasterio anda por ahí repartiendo patatas –la caridad siempre les ha gustado mucho– en las «colas del hambre». Teresa Rodríguez se suma al carro de los que quieren reescribir la historia, librándola de todo aquello que le pueda sacar los colores y lamenta lo de Colón; tampoco es nuevo, lo hizo Platón en la ‘República’ y lo volvió a decir George Orwell con aquel ‘ministerio de la Verdad’ creado para «reescribir toda la literatura del pasado» ¡qué le vamos a hacer!, hay gente para todo, que diría el clásico, hasta para decir que lo de la pandemia es cosa del Anticristo, como el Rector de la UCAM, que ve en esto de la vacuna una «desgracia más», una «obra del diablo» como el arzobispo de Córdoba.
Ya ve. Definitivamente, ha vuelto la normalidad. Tanto, que el martes habrá un ‘Juanillo’ ardiendo en nuestra ciudad –las tradiciones, las costumbres, lo que le decía antes– a pesar de todo y a pesar de la oportunidad tan calva que teníamos en este año. Todo es normal, cierran comercios, crece la demanda de ayudas, se eleva el tono entre el equipo de Gobierno y la oposición, comienzan los recortes en la educación pública, en la sanidad, y hay un rebrote en China del virus. Se lo dije, como si hubiésemos vuelto a febrero.
Lo triste, lo raro, lo único anormal es que el Millonario nos dice adiós y traspasa su negocio. Ramón Gómez, el genio de la lámpara de Diógenes, quiere jubilarse y lo anuncia cuatro años antes, para que se nos vaya haciendo el cuerpo. Es el principio del fin, la crónica de una muerte anunciada. La mejor ocasión para decir «Esto es todo, amigos».