HOJA ROJA
España y viceversa
Ayer comencé la lista de las cosas buenas que me ha regalado el confinamiento y acepté que mis contradicciones y yo tenemos sitio en este mundo
Que somos un país de contradicciones no es algo que diga yo –que también– sino que lo dijo Benito Pérez Galdós, el hombre que mejor nos dijo a los españoles cómo somos los españoles. Don Benito, al que Valle-Inclán apodó ‘El garbancero’ por ser, ... precisamente, el ingrediente básico de la olla nacional en aquellos tiempos, no tuvo reparos en dirigirse a esa España que andaba por ahí «con tu media cara de fiesta, y la otra media de miseria, con la una mano empuñando laureles, y con la otra rascándote tu lepra». Así somos, mal que le pese a alguno. Un país contradictorio , como todos, podría decir usted, y seguramente no le faltaría razón; pero yo no vivo en otros países, sino en este que aún no ha superado el complejo machadiano de ser la tierra por donde «cruza errante la sombra de Caín».
Ayer le decía a mi hijo pequeño que volvería, con los ojos cerrados, a aquel 14 de marzo en el que cerramos la puerta a la normalidad –antigua y bendita normalidad–, le contaba que tenía por dentro una mezcla de pena y miedo; de rabia y angustia por cruzar ahora esa puerta y enfrentarme a un mundo sin besos ni abrazos , sin explicaciones, muy distante social y económicamente del que salimos hace dos meses.
Al principio, como usted, hacía muescas en los muros para llevar la cuenta de los días perdidos, de los amaneceres perdidos, de los atardeceres perdidos, pensando siempre en volver. Abríamos los balcones, y el horizonte era tan pequeño y tan lejano que nos parecía estar viviendo una ficción; pero luego el silencio fue llenado todos los asientos libres y comenzamos a aceptar que esa nueva realidad, tan terrible como simple, no estaba tan mal. Ayer comencé la lista de las cosas buenas que me ha regalado el confinamiento y acepté definitivamente, que mis contradicciones y yo tenemos sitio en este mundo.
No tengo nostalgia de todo el ruido que hacía la vida. Ya no me apetecen los bares llenos, ni el bullicio del mercado por la mañana; tampoco echo de menos los horarios estrictos ni el «no me da la vida para más». He disfrutado mucho en este paréntesis, y ahora me da pereza salir de él. Durante 60 días he convivido con mis hijos –a los que ya empezaba a ver como extraños– de 21, 19 y 15 años; he desayunado con ellos, he almorzado, he cenado y he tenido largas –muy largas, a veces demasiado largas– conversaciones. También hemos discutido y nos hemos peleado –¿qué sería de la juventud si no tuviera el cuchillo siempre afilado?–, nos hemos gritado, hemos dado portazos, nos hemos reconciliado apasionadamente, hemos pactado normas, las hemos incumplido y hemos aprendido a convivir respetando nuestras rarezas y nuestras peculiaridades.
Bien es cierto que jugábamos con ventaja, porque como decía Ayuso –qué gran sibila se perdió el mundo clásico– los «techos altos» de nuestra casa antigua no han dejado sitio para el Covid-19 ni para el virus más agresivo y contagioso de cuantos existen, la ignorancia, a la que hemos intentado combatir con las armas que hemos fabricado durante nuestro confinamiento casero.
Todos, los de mi casa, hemos cedido y hemos perdido algo durante estos 60 días, la libertad, el roce con los amigos, la intimidad, la ropa que se quedó en otra ciudad, la graduación de fin de curso, un viaje para el que tanto había ahorrado, el sitio preferente en la mesa. Pero es mucho, muchísimo más lo que hemos ganado; hemos aprendido a hacer magdalenas para merendar, y a saborear el silencio de la noche sin tráfico. Hemos aplaudido al final de muchos capítulos de ‘The Walking Dead’ y nos hemos sentado cada tarde al borde de la vida a recordar lugares y frases que habíamos borrado de nuestra memoria. Hemos inventado canciones y nos hemos reído juntos. Hemos llorado a nuestros muertos y hemos celebrado sus vidas. Nos hemos encontrado de nuevo en el pasillo, descalzos, y nos hemos sostenido los unos a los otros, sin más.
En un país de viceversa, en el que una «gripe un poco más fuerte de lo normal» se ha llevado por delante a más de 27.000 personas y más dos millones de puestos de trabajo; en el que las mascarillas son, unos días contraproducentes y otros días obligatorias –aunque si te molesta, no es necesario que te la pongas–; en un país por fases, –en el que incluso existe la fase 0.5–en el que un día no puedes pisar la calle, y al siguiente te puedes coger una borrachera en una terraza y en el que se sale cada tarde a los balcones a aplaudir al aire; en el que están suspendidos los sanfermines, pero no los Juanillos –¡oh cielos!– en este país, nosotros hemos aprendido a querernos y a aceptarnos tal y como somos.
Quizá era eso lo que andábamos buscando, sin saberlo, cuando corríamos de un lado a otro, sin tiempo, sin espacio, sin pensar; cuando teníamos, como el caminante de Machado «los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza, guarda su presa y llora la que el vecino alcanza». Quizá era eso lo que nos quería decir Galdós, somos un país de viceversa: «Los españoles no empiezan por el principio».
Pero nunca es tarde para empezar.
Ver comentarios