¿A dónde irán los besos?

Estamos en ese comprometido momento de asumir y aceptar que, cuando acabe, vendrá la parte más complicada

A estas alturas, ya hemos pasado la frontera. No, no la de la curva, ni la del pico, ni la del hoyo, ni la del socavón; me refiero a la frontera de los 21 días que, según los expertos –yo me fío ya de cualquier ... experto– son necesarios para acostumbrarse a una nueva circunstancia y para desembarazarse de cualquier hábito o adicción. Los hábitos, dicen quienes saben, se producen porque el cerebro siempre busca un modo de ahorrar energía y por eso tiende, irremediablemente, a convertir cualquier situación en rutina. Maxwell Marltz, un cirujano experto en cambiar narices, fue el primero en darse cuenta de que sus pacientes tardaban esos 21 días en olvidar sus patrones mentales y en asentar una nueva conducta. Al cambiar la imagen que uno tiene de sí mismo –decía– seguramente cambiarán los hábitos.

En eso estamos. Rozando ya el mes de confinamiento, llegamos también a la quinta y última –hace tanto tiempo que no escribo esta palabra, que se me hace raro hacerlo– fase del proceso, ¿se acuerda? Hemos pasado por la negación –esto no me puede estar pasando–, por la ira –hay culpables y deben ser señalados–, por la negociación –saldremos de esto y volverán los días azules y todo estará bien–, por la crisis–¿qué haremos a partir de mañana?–... Y, al fin, la aceptación. La parte más dolorosa en la elaboración de un duelo, y también la parte más difícil. Se trata de aceptar que las piedras que vamos encontrando no son obstáculos sino que forman parte del camino. Al contrario de todas las anteriores etapas, la de la aceptación no es, ni mucho menos, una etapa transitoria, sino definitiva, y requiere de mucha madurez para afrontar el cansancio acumulado y para asumir que el final parece estar cerca, y que hay que ir preparando el equipaje de la memoria para que nunca se nos olvide que esto nos sucedió, y que nos sucedió de verdad, que nos robaron el mes de abril –y parte de marzo– y que se nos murieron los sueños conforme iba aumentando la cifra de muertos, de contagios; conforme fuimos descubriendo que no éramos inmortales, ni invencibles, ni eternamente jóvenes, ni medianamente felices.

Decía Maquiavelo que «quien controla el miedo de la gente se convierte en el amo de sus almas». Sin haberlo negociado, hemos vendido nuestra alma a un virus y, a cambio, hemos comprado todo el catálogo de productos Acme –no, no hablaré de los test chinos, ni de los respiradores turcos, ni de cómo los sanitarios lavan sus propios equipos con agua caliente, y se limpian con lejía barata, y se cubren con mascarillas hechas en talleres solidarios donde pasa el tiempo entre costuras– y hemos invertido nuestro tiempo en intentar construir una nueva identidad, un nuevo orden, un nuevo espacio de sociabilidad donde la distancia no es el olvido, sino la nueva manera de relacionarnos entre nosotros.

Esta semana, la ministra –una de ellas, qué más da– nos puso una zanahoria con un palo para ver si corríamos un poco más, y nos dijo que, a partir del 26 de abril –día de San Isidoro de Sevilla, patrón de las Letras y de Internet, por cierto– comenzará nuestra nueva vida. Que concluirá el confinamiento y que empezaremos la desescalada –he perdido la cuenta de cuántas palabras nuevas hemos aprendido- «la forma en que progresivamente, de manera ordenada, los ciudadanos podrán ir recuperando su vida normal y la ocupación de la calle, de las plazas». Eso dijo, sí señor; y fue una maldad por su parte, aunque lo dijera con buena intención. Porque pocas horas después, el ministro de Sanidad insistía en que seguimos estando en el momento más duro de la pandemia y que no podemos, ni debemos relajarnos; que las palabras de la ministra solo eran un placebo –uno más– para estos tiempos de cólera.

Estamos en ese comprometido momento de asumir y aceptar que, cuando acabe el confinamiento, vendrá la parte más complicada, la de extremar las precauciones y la de mantener la distancia social, como advertía Fernando Simón. Mantener unas distancias en las que nadie nos había educado, más allá de las distancias mentales que ya habíamos asumido y que son, irremediablemente, insalvables. Será el momento de reinventar un nuevo escenario para nuestra vida, una vida sin casi contacto físico, donde la intimidad debe medir más de un metro, donde la playa con marea llena será un peligro, donde los niños jueguen de lejos y ni los piojos sean capaces de sobrevivir saltando de cabeza en cabeza, donde los amantes no tengan nada entre sus manos, donde el ocio sea un juguete roto e inservible, donde los paseos no tengan sentido, donde no podamos compartir ni siquiera un cigarro a medias. Un nuevo mundo donde deberemos dejar al margen los abrazos, las conversaciones al oído, las caricias, las bullas, los besos…

La quinta fase es la más dura, los 21 días nos han convertido en adictos al pijama y al sofá, en íntimos de nuestros vecinos de balcón, en consumidores básicos de pipas y chocolate, en almas sin cuerpo, en cuerpos sin ganas

¿A dónde irán los besos?

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