Opinión
Deja que te cuente
Contar las cosas, en el sentido más literal del término y sin entrar en obsesiones patológicas, parece que nos tranquiliza
Se llama Aritmomanía, pero es la costumbre maniática que tenemos por cuantificarlo todo. Poner cifras a las letras es algo que nos viene de antiguo, -solo tiene que leer la Torá, o la Biblia, o el Corán, o La Odisea- quizá del pensamiento mágico por ... el que se regían las personas antes de que se desarrollara la estadística como ciencia. Ya sabe aquello que se decía que dijo Stalin «un muerto es una tragedia; un millón de muertos es una estadística». Contar las cosas, en el sentido más literal del término y sin entrar en obsesiones patológicas, parece que nos tranquiliza, y resulta muy curioso que, basando nuestro sistema de comunicación en la palabra, necesitemos los números para apoyar nuestras ideas y para ordenar nuestro mundo.
Las cifras del paro, de accidentes de tráfico, de turistas que llegan a nuestras ciudades, de aprobados en Selectividad, de ratas que pasean a sus anchas, o las de horas de sueño, conforman un universo traducido a la medida del hombre –lo uso como genérico, no como exclusivo-, que nos ayuda a comprender las cosas, o eso creemos. El afán numerológico da verosimilitud a las cosas que ocurren; no es lo mismo decir que ha crecido mucho la vivienda turística en Cádiz, que decir que ha crecido un 60%, aunque en realidad no sepamos de cuántas viviendas estamos hablando. Los números se convierten así en la parte seria y constatable de un discurso, sea cual sea el discurso y sea cual sea la intención con la que se aportan esos números; «datos» los llamamos y son tan eficaces como el Hemoal o el Voltarén –cada uno en su materia-. Por eso, durante la pandemia todos aplaudíamos a los números que iban saliendo en la pedrea de la incertidumbre, por eso, cada día repetíamos como un mantra las cifras «reales» de muertos y de contagios, y por eso, ahora, recitamos la letanía de los rebrotes como si dándoles una cifra exacta consiguiéramos frenar la brutal escalada. Ya no hace falta implorar como hacía Juan Ramón al nombre exacto de las cosas, sino al número exacto para calmar nuestros maltrechos ánimos.
Esta semana conocíamos que el 44% de los españoles ha engordado entre uno y cuatro kilos durante el confinamiento. De esto se deduce, además del dato obvio que no era necesario reseñar porque usted tiene ojos en la cara, igual que yo, que un 66% de la población o bien no ha aumentado de peso, o bien, ha cogido más kilos de la cuenta. De esto se trata, de tranquilizar su conciencia, porque si está en el primer grupo –enhorabuena- no ha sacado usted los pies del tiesto, y si se encuentra en el segundo, solo necesita repetir aquello de «mal de muchos…» Lo cierto es que el estudio realizado a partir de las encuestas no hace sino ratificar lo que todos sabíamos, que nos habíamos movido menos que un cuadro y que nos habíamos hartado de dulces, de chucherías y de vasos largos. Qué se le va a hacer, en algo había que entretener los tiempos muertos entre comparecencia y comparecencia del mando único. Las penas con pan, dicen, son menos, aunque el pan sea casero.
Ahora empiezan a salir los números, ya ve. Resulta que las mascarillas desechables no lo son tanto, porque tardan hasta 450 años en desintegrarse y causan un daño medioambiental superior al de los plásticos –por cierto, ¿se acuerda de cuando íbamos a desterrar los plásticos de la faz de la Tierra?-, entre otras cosas porque las tiramos donde no debemos, las olvidamos en las playas, se nos caen por la calle… en fin. También hemos sabido que la Junta de Andalucía ha repartido esta semana siete millones y medio de mascarillas gratis a todos los mayores de 65 años de nuestra comunidad; no se venga arriba con los números, ni alce al vuelo las campanas porque tocan a tres mascarillas por persona, y ya se agotaron en las primeras horas del pasado miércoles. Ya sabe, lo que es gratis…
No se preocupe. La Generalitat Valenciana y el Instituto Valenciano de Seguridad y Salud en el Trabajo se han encargado de analizar 113 tipos de mascarillas; la mayoría de las que usamos no cumplen los estándares mínimos de seguridad, y lo que es peor, son falsas. Qué se le va a hacer, al menos, nos hemos enterado de que hay más de cien maneras de taparse la boca. Alguna les vendrá bien a nuestros dirigentes políticos, que también se dedican al conteo, o más bien al regateo. Ya sabrá lo que le ha costado al presidente Sánchez sacarle las perras a Europa, cifra arriba, cifra abajo y aplauso incluido. Lo que nadie nos ha contado es cómo se repartirá el pastel, aunque ya se intuye que nos tocarán las migajas, como siempre. Siempre se nos dio bien lo de repartir miserias
Porque lo del reparto de Europa es un «auténtico Plan Marshall», como decía Pedro Sánchez con su mascarilla abanderada, y sus aires de galán de cine. Y a mí, que soy devota de Berlanga, me pueden las ganas de cantar os recibimos con alegría, pero echo cuentas y no me salen.
Así que ya le contaré…