Cofrades, a la calle
Le pese a quien le pese, la tradición se hace carne y habita en todas partes
Si es usted de los ofendidos porque desde el pasado viernes le están haciendo la calle y la vida intransitable, si usted cree firmemente -aunque no sé si el verbo creer también le hace ampollas- que es inmoral, injusto e intolerable que, durante una semana, ... hordas de gente tenebrista, oscurantista, antigua y casposa se dedique a ocupar la vía pública haciendo ruido, asustando a los niños -y las niñas- sacando a pasear los restos de un naufragio nacional-católico; si está convencido de que deberían prohibir esas manifestaciones chabacanas de ignorancia y becerrismo, está usted totalmente justificado para no seguir leyéndome. Porque voy a contarle una cosa, que quizá usted no sabe, y casi seguro que tampoco le importa.
Verá. La Semana Santa, la de Cádiz y la de cualquier sitio de esta Andalucía de la que unos y otros se empeñan en hacer bandera sin hacer patria, es mucho más que una manifestación de religiosidad, o una catequesis plástica -me encantan esa y otras tantas expresiones ripiosas con las que se adornan los titulares de prensa en estos días- le pese a quien le pese. Y mucho más que un reclamo turístico y una oportunidad de negocio, le pese a quien le pese, también.
Porque cuando la primera luna llena de primavera aparece dibujada en el cielo, trae no solo olores de azahares e incienso, sino la certeza de la renovación de la vida, más allá de cristos magullados y vírgenes dolientes. La certeza de que somos y la promesa de que otros serán por nosotros, de la misma manera que nosotros fuimos por los que nos precedieron. Cada año, cada primavera, cada Semana Santa en la que los sentidos se hacen sacramento; la vista, el olfato, el gusto, el oído, el tacto… la piel que habitamos y que nos lleva una y otra vez a casa, que ya sabe cuanto me gusta Rilke y lo de la patria primera. No haga como San Pedro -aunque ahora que lo pienso, no salió mal parado con tanta negación- y no diga que todo esto le es ajeno, porque no es verdad. Le pese a quien le pese, la tradición se hace carne y habita en todas partes; en esa esquina en la que su abuelo le señalaba las caídas de un paso, en el escaparate de torrijas melosas que ahora se le antoja un sueño, en el Domingo de Ramos de zapatos nuevos y pies cansados, en la tarde del Jueves Santo en la que ponían otra vez «La túnica sagrada», en la bola de cera que guardaba de año en año, en la fuerza de los brazos de su padre sosteniéndolo para ver de cerca las imágenes, en el frío de Santa Cruz esperando la recogida del Perdón con el sol disimulando para no estropear su primera madrugada, en su primer capirote y en la marca que le dejaba en la frente para el resto de los días, en el pirulí de La Habana que tanto se le resistía y terminaba dejando pringosos los dedos y la boca, en el Nazareno por Botica, en la penitencia callada de su abuela a la que nunca saludó mientras iba en la procesión, en lo duros que están los roscos de canela, en las fotos movidas con las que aquel carrete de veinticuatro le confirmó lo que ya todos sabían, en los buñuelos de bacalao que su madre le enseñó a hacer y que nunca le salen como a ella, en los amigos que vuelven año tras año para retomar la conversación donde la dejaron con la última recogida, en las túnicas planchadas colgando en la puerta del armario, en las manos de su madre encendiéndole con cuidado la vela en la vigilia pascual, en la espera en una esquina a que aparezca la cruz de guía…
Porque cuando la primera luna llena de primavera aparece dibujada en el cielo, es cuando Cádiz, la de la Semana Santa desconocida, conjura todos los recuerdos y se hacen presentes en imágenes que han presenciado más de quinientos años de historia; es cuando Cádiz, la de la Semana Santa junto al mar, se quita el disfraz y estrena sus mejores galas; es cuando Cádiz, la de la Semana Santa “instagramer”, ofrece sus penas a un cristo viejo que ha recorrido durante siglos las calles viejas de la ciudad; y es cuando Cádiz, la de la Semana Santa bonita, sale a encontrarse con su pasado.
No, no es el carnaval de los curas, ni un fanático que grita «viva la reina del martes santo»; no es un grupo de descerebrados tirando pétalos al paso de palio, no es la ocupación de la vía pública interfiriendo en la vida de los vecinos y vecinas, no es el «raca-raca» -no sé por qué para insultar a los cofrades dicen siempre lo del racaraca- de unos meapilas fascinerosos, no son la ignorancia y la ceguera presidiendo unos juegos florales. No. Es mucho más. Usted y yo lo sabemos.
Por eso, después de dos años, a esta Semana Santa la llaman la del reencuentro. La del reencuentro con la fe popular y milenaria de nuestros antepasados, la del reencuentro con la labor social que las cofradías han seguido haciendo, incluso en los peores momentos, la del reencuentro con los olores, con los sonidos, con los colores, la del reencuentro con los recuerdos. Así que, no me lo tenga en cuenta, pero qué quiere que le diga «Cofrades, a la calle».