La ciudad sin mi

Normalidad entendida, claro está, como algo cotidiano, rutinario, que no produce ni admiración ni rechazo, que se acepta tal cual nos viene y listo

Cuando la excepción se convierte en norma es cuando empezamos a hablar de normalidad . Normalidad entendida, claro está, como algo cotidiano, rutinario, que no produce ni admiración ni rechazo, que se acepta tal cual nos viene y listo. Lo normal –según los parámetros ... en los que aún se asienta el pensamiento humano- sería que yo les hablara hoy del barómetro “especial” –y tan especial- del CIS, de esa encuesta hecha a medida de la perversión y de cómo están formuladas las preguntas -¿de qué color es el caballo blanco de Santiago?- y de cómo, más que nunca, la información es poder. También podría hablarle de la preocupación de nuestro vicepresidente por el hábito que vista el monje que dirija el convento y de su deseo de que “jamás viéramos a un jefe del Estado vestido con un uniforme militar” –pues nada, a escribirles la carta a los Reyes, Pablo-, como si la mona, por no vestirse de mona, dejara de serlo. Podría hablarle de lo mal que funciona la administración electrónica, del drama de quienes tienen que entregar un “papel” y no saben ni dónde, ni cuándo, ni por qué. Y podría contarle que un Mariano Rajoy o alguien que se le parecía, se estaba saltando el confinamiento para hacer lo que usted y yo haríamos ahora mismo con los ojos cerrados, salir corriendo…

Podría hablarle este domingo de la tormenta que esta semana nos sacudió las ideas y nos trajo, por un momento, algo de qué hablar al día siguiente, el trueno, la manga de agua, la lluvia insistente, el tifón… ya sabe, podría hablarle del tiempo –nunca pensé que echaría de menos hablar del tiempo-; o podría hablarle del desastre del fin de curso que se avecina, en el que no habrá actuaciones, ni hará calor en las aulas prefabricadas, ni será necesario meter codo para grabar con el móvil a los tiernos púberes que se gradúan, ni habrá noches sin dormir soñando con aprobar ese examen. Podría hablarle de la brecha digital, que no es otra cosa que un enorme socavón en los pilares de nuestra nueva sociedad, donde los pobres serán más pobres –sobre todo, pobres de espíritu, quiero pensar- y los ricos serán no solo más ricos, sino que tendrán el privilegio de vivir en un mundo muy parecido al que teníamos hace dos meses. Nos engañaron, y nos creímos que la alfabetización digital era un móvil carísimo, y no nos dijeron que en el Arca de Noé no había wifi para tanta gente. Podría hablarle, quizá, de lo cara que se está poniendo la cesta de la compra, o de cómo todos llevábamos un panadero dentro pero no lo sabíamos. Podría recordarle que bailar de lejos, según decía Sergio Dalma, no es bailar, que es como estar bailando solo. Aún le queda papel higiénico del que compró hace más de un mes, pero casi no le queda vino y, de momento, no hacemos milagros con el agua.

Podría hablarle de todo eso, y de más. Sería cuestión de empezar a escribir y no parar, pero me obsesiona una idea desde hace días. En parte, la culpa es de Riki Rivera y de su “Cuando salga de esta casa”, el bolero dedicado a nuestra ciudad que ha compuesto durante el confinamiento; en parte, la culpa es de ese trocito de cielo que veo desde mis balcones; por la mañana temprano el Sol se empeña en subir por la calle Beato Diego, y por la tarde me golpea con su última luz desde San Pedro, cada día un poco más tarde. Sé que debajo de los adoquines está la playa, pero no la veo desde hace treinta y tres días y esta pandemia me ha vuelto demasiado escéptica. Me pregunto cada día cómo estará la ciudad sin mí.

Sé que las luces de Carnaval siguen burlando el confinamiento en la calle Ancha, y sé que en Palillero el esqueleto de los palcos se resiste aún a aceptar que no hubo Semana Santa. Sé, también, que en los escaparates de la calle Columela se quedaron las rebajas del invierno haciéndole muecas a una primavera huérfana de colores. Sé que los azahares de San Francisco florecieron, y sé que las primeras naranjas maduras ya estarán en los alcorques de los árboles. Seguro que en la Alameda habrá tímidas damas de noche porfiando por perfumar las noches cada vez más largas, y la bajamar no huele desde donde estoy, pero la presiento cuando la brisa se hace más intensa y se cuela por las rendijas del balcón. Imagino que no hay quien frene a las olas y que suben y bajan y bailan, pegadas unas a otras, porque bailar pegados sí es bailar.

“Cádiz se piensa que ya no la quiero porque no voy a verla” dice el bolero. Nunca pensé que echaría de menos los desconchones y el mercadillo de los domingos alrededor de la plaza –bueno, eso no lo echo mucho de menos-, que extrañaría el olor de los churros por la mañana y las voces de los que volvían a la vida tras la noche en la punta de San Felipe, que echaría de menos al camión de reparto, al afilador –sí, lo he dicho, al afilador- y al que vende los espárragos.

Pero sobre todo nunca pensé que echaría tanto de menos Cádiz. Y que tendría celos por no saber qué estará haciendo ahora mismo y para quién se arregla cada mañana. Y que escucharía el bolero de Riki Rivera con la misma nostalgia que si estuviera en tierra extraña, sin haber salido de mi casa.

Artículo solo para registrados

Lee gratis el contenido completo

Regístrate

Ver comentarios