En la ciudad de Cádiz

Nadie recuerda ya cómo se conjuga el futuro: no hay viviendas, no hay jóvenes, no hay trabajo, y quienes lo tienen, a veces, no cobran

En la ciudad del paro todos los días son iguales al anterior. Amanece por el mismo sitio, las calles están en los mismos lugares, la marea baja arrastrando ayudas sociales, y la vida transcurre al vaivén de los vientos –al menos, hay algo ... de qué hablar- hasta que el Sol decide jugar al escondite con las olas y se encienden las luces en las casas en las que habita el olvido.

Nadie recuerda ya cómo se conjuga el futuro , no hay viviendas, no hay jóvenes, no hay trabajo , y quienes lo tienen, no cobran, las limpiadoras de los centros deportivos municipales, las de Diputación, las del Estado, los vigilantes del Falla… la gente protesta, la Policía Local protesta , protestan las informadoras turísticas , protestan los trabajadores de la limpieza. Un grupo de mayores se acuerda de que un día fueron universitarios y montan una plataforma –da igual para qué- y ponen una pancarta en Valcárcel ; hacen a su manera una resistencia a no se sabe muy bien qué. Las gaviotas se pelean con los gatos en el campo del Sur porque ellos comen a la carta y ellas se tienen que conformar con las migajas.

La ciudad de las migajas ha aprendido a comer sobras y se alimenta de ellas . Unos señores –no, no es micromachismo, es masculino inclusivo- con carnet de alimentadores se divierten viendo como los vecinos y las vecinas abren la boca y tocan las palmas; hoy te echamos de comer, mañana ya veremos cómo te portas. No pasa nada.

La ciudad donde nunca pasa nada vive de sus rutinas, de sus ruinas . Entre ellas malvive creyéndose, un día, senador romano y otro esclavo fenicio; un día es un rico comerciante y al siguiente está quemando el puente Carranza. Se acostumbró a vivir entre mentiras encaladas, entre lluvia de calichas –que me perdone don Antonio por utilizar sus palabras- y promesas de amor eterno disfrazadas de promesas.

La ciudad del disfraz ha conocido tiempos mejores y aun conserva las lámparas que un día iluminaron los salones de sus antepasados. Ya no quedan rentas de las que vivir y por eso sobrevive, relativizándolo todo. Hoy comamos y bebamos, que mañana ayunaremos. No es que se nos vaya la Pascua, como decía Góngora, es que a esta tierra la Pascua nunca ha venido, porque es Carnaval. Siempre es Carnaval.

Es la ciudad de Cádiz territorio carnavalizado, del que es imposible escapar porque el Carnaval es un estado de ánimo que nos impide vivir de acuerdo a otras leyes. Durante el Carnaval no hay otra vida que la del carnaval, no hay otro territorio más sagrado y más profano a la vez que la calle, donde la realidad y el deseo invierten sus papeles y donde la risa constituye un arma de resistencia a los valores culturales de las clases dominantes, de las ideologías y de los gobiernos, un desmantelamiento de las jerarquías y una forma de entender y de aceptar la realidad de todos los días. Pero, insisto, el Carnaval, nuestro Carnaval es un estado de ánimo , y no todo el mundo está dispuesto a entenderlo así.

Tal vez por eso le rendimos culto y le profesamos devoción. Tal vez por eso creemos en él y en ese reino construido «pa que la gente viva feliz aunque no tenga gobierno» y por eso, creemos en la «iglesia de los compases celestiales, en la comunión de la gente cantando» y «en el perdón de los pecados inmorales». Creemos como se debe creer, a ciegas, sin ver. Porque el carnaval de la calle , al que todos invocan, solo existe en nuestro imaginario colectivo, y precisamente por eso, tiene cada día más fieles y más fanáticos, porque nadie lo ha visto. Hemos vendido un Carnaval que se sostiene con ideas, pero que no se corresponde con la realidad . Ningún programa oficial, ningún tablao oficial, ningún concurso oficial, ninguna cosa oficial se parece al Carnaval. Tampoco la calle, donde cada vez hay más normas : no cantar más allá de las doce, guardar silencio para escuchar, buscar una esquina concreta donde esté permitida la risa, cumplir con los romanceros, con los carruseles, con el pregón, con los conciertos, con el dios Momo, con la cabalgata, con el feminismo, con el ecologismo, con la movilidad, con la trasnversalidad. No es bueno un Carnaval con itinerario. No es bueno un Carnaval con tantas etiquetas.

En la ciudad de Cádiz el Carnaval dura lo que dura un estribillo . Un instante, un momento, una eternidad, que solo comprendemos los que vivimos el año entero entre estas cuatro paredes desconchadas. Usted lo sabe, y yo también. Y ese instante nunca pasó –o tal vez sí- un sábado de Carnaval ni un domingo de Coros; pasó quizá en noviembre, o en julio, o en febrero ¿por qué no?, cualquier momento es bueno «para descubrir que no tiene sentido esta vida sin ti» –que me perdone don Antonio otra vez-, porque el Carnaval, insisto es un estado de ánimo.

Es el desahogo de esta ciudad ahogada en sus miserias, en sus lágrimas y en sus penas. Es el ejercicio de quitarse la máscara y reconocernos en el espejo de la realidad .

Somos lo que somos, y tenemos lo poco que tenemos. Pero eso, siendo tan poco, es nuestro. Como nuestro Carnaval, el que se vive en la ciudad de Cádiz.

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