HOJA ROJA
Charlemos al fresco
La nostalgia es una melaza tan pegajosa que termina convirtiendo nuestros recuerdos en un inmenso algodón de azúcar, tan inmanejable como peligroso para el cerebro
La nostalgia es una melaza tan pegajosa que termina convirtiendo nuestros recuerdos en un inmenso algodón de azúcar, tan inmanejable como peligroso para el cerebro. No es buena tanta azúcar, ya lo sabe; primero porque excita los sentidos y segundo porque altera la báscula, la ... presión arterial y acaba con las dentaduras. Pero, además, crea adicción, una peligrosa adicción, porque una vez que se cae en las garras de la nostalgia ya no se puede parar. Así se explica que seamos capaces de ver una y otra vez la muerte de Chanquete-. Cuarenta años –que se dice pronto- lleva muriéndose el marinero de Nerja y cuarenta años llevamos justificando las bondades de una serie que ha vuelto a reponerse este verano para remover un poco las aguas de la añoranza. Cualquier tiempo, decimos, fue mejor, y cualquier verano lo es un poco más si lo teñimos de azul. De la mítica serie de Antonio Mercero se ha dicho ya todo, o casi; porque a los nostálgicos les pasa como a los yonkis, que no terminan de reconocer que lo suyo es todo una engañifa.
Verano Azul hablaba del divorcio –los padres de Desita tuvieron que ser los primeros en acogerse a una ley que ni siquiera estaba aprobada durante el rodaje de la serie-, del ecologismo, de las relaciones sexuales, de la especulación urbanística –si Chanquete levantara la cabeza-, del conflicto de padres e hijos, del reciclaje, del aborto, de las autonomías –«Pues usted se pierde esta merienda interregional: pollo malagueño, pan gallego y champán catalán», en fin- y de la muerte. De todo eso llevamos hablando cuarenta años, que ya sabe usted que es una de las cifras mágicas de la historia de este país. Cuarenta años en los que hemos cambiado, pero no del todo. Cuarenta años que nos están llevando al punto de partida. Y me explico.
Nos dijeron que el progreso no pagaría peaje en las autopistas de la historia. Y por eso pisamos el acelerador hasta el fondo. No hace falta que le cuente lo del papel del aluminio, los kleenex –en breve volverán los pañuelos moqueros de tela, y usted y yo lo veremos- y el plástico. Vaciamos una España para llenar otra de apartamentos, de coches –que llegaron a ser como el sufragio universal, una persona un coche- de contaminación y de malos humos. La modernidad, entonces, se vestía del «use and throw», imprescindible para habitar en los pisos más altos de nuestras posibilidades. Hasta la comida comenzó a utilizar los apellidos ‘usar’ y ‘tirar’. Todo pasaba tan deprisa que no daba tiempo a girar el cuello para mirar atrás.
Y entonces caímos, otra vez, en la trampa de la nostalgia, en el edulcorado mensaje «slow». Usted sabe a lo que me refiero. Solo que esta vez era una cepa nueva de morriña. De pronto, todo era «de la abuela», las croquetas de la abuela, la tarta de la abuela, el potaje de la abuela… todo cocinado a fuego muy lento. Todo en el nombre de la calidad de vida, como si la vida antes del plástico no hubiese sido vida. Y lo guay era, por supuesto, descubrir pueblos pequeños –y colgar selfis en las redes sociales-, respirar aire puro en el campo –vistiendo la ropa sintética del Decathlon- , hacer senderismo de salón y coleccionar lugares típicos donde se come el mejor rabo de toro y el mejor pan de masa madre –lo de las baguettes, al parecer, era cosa de incívicos. Todo tan ridículo y tan impostado que no había manera de creérselo, ni siquiera leyendo «Los asquerosos» de Santiago Lorenzo.
Así que había que dar un paso más. Recuperar las plazoletas para los juegos tradicionales de los niños –yo insisto, ¿qué niños?-, volver al balón de trapo, aunque esta vez sea de foam –fabricado en China o en Bangladesh-, llevar una chivata a los mandados –aunque la chivata sea de Amazon-, usar ropa de segunda mano, hacer de los restaurantes «educadores de comida sana» –Begoña Gómez dixit-, renegar del plástico y seleccionar las manzanas -en el supermercado, por supuesto- como si estuviésemos en mitad de un pomar asturiano.
Lo último, lo de Algar, mi particular Macondo, -de donde proceden mis ocho apellidos, y buena parte de mis veranos azules- que busca desesperadamente su lugar en el mundo –y seguramente lo va a encontrar- a costa de una declaración de intenciones. Seguro que lo ha leído, el ayuntamiento de la pequeña localidad serrana pretende que la UNESCO declare patrimonio inmaterial de la humanidad las charlas al fresco, es decir, el alcahueteo de los pueblos de toda la vida, como si fuera un tesoro que hay que preservar. Ya lo decía Ana Iris Simón en su «Feria» –segunda vez que lo cito este verano-, una asociación feminista lanzó una iniciativa similar, solo que la llamaba «tejer redes de cuidados femeninos», pero que venía a ser lo mismo, sacar la silla a la calle y «hacerle un traje» a todo el que pasaba por delante.
En breve, haremos excursiones para ver «gente de pueblo» en directo, igual que las hacemos ya para ver gallinas y cabras como si fuesen fenómenos extraordinarios. Es lo que tiene la nostalgia y es lo que me hace rechazarla. Porque yo, que llevo toda la vida viviendo en el centro, comprando en mi barrio y que no tengo coche, sé que toda esta moda también pasará. Y por eso me siento cada tarde a ver cuándo se muere Chanquete, para siempre.