Las calles de Cádiz

Lo de cambiar los nombres es algo que se nos da bastante bien. Lo hacemos todos, no vamos ahora a ponernos con remilgos

Yolanda Vallejo

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Amí me habrían echado del Paraíso mucho antes de lo de la manzana y la serpiente. El sexto día, sin ir más lejos, cuando el terrible Dios del Génesis tuvo la brillante idea de dejar todo el peso de la nomenclatura de las cosas en ... los hombros del hombre. Si llego a estar allí me expulsan sin contemplaciones, porque ya sabe usted lo que pienso de lo de poner nombres a determinadas cosas. Suerte que Adán estaba todavía solo–el asunto de la costilla y la compañera fue por la tarde– y, por tanto, no tuvo con quien discutir, ni tuvo que someter a votación por qué el ñú, por ejemplo, se llamaría ñú. Ese fue el primer castigo divino, no tengo la menor duda, un castigo disfrazado de privilegio y autoridad –ay, la soberbia– que hemos heredado generación tras generación y que ha sido siempre motivo de trifulcas y de desencuentros. Porque ya sabe lo que decía Juan Ramón, «intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas» y ya sabe que la inteligencia debe estar en otras cosas más importantes que en jugar al monopoly.

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