HOJA ROJA

Berlanga vive

El cine de Berlanga es un espejo en el que mirarnos, que nos persigue aunque nos avergüence en cada escena

Hace unos días se cumplían cien años del nacimiento del mayor profeta que ha dado nuestro país. Un visionario, un adelantado a su tiempo, el hombre que nos contó desde el pasado como íbamos a ser los españoles del presente; el que demostró, con papeles, ... que la realidad siempre supera a la ficción, y el que condensó su evangelio en diecisiete películas. Usted ya lo sabe. El pasado 12 de junio se celebraba el centenario del nacimiento de Luis García Berlanga, a quien la crítica ha llamado injustamente el Billy Wilder español; y digo injustamente porque frente al universo wilderiano, Berlanga nos muestra el interior de las alcantarillas celtibéricas que es siempre mucho más interesante que el de las estrellas de Hollywood. El cine de Berlanga es un espejo en el que mirarnos, que nos persigue aunque nos avergüence en cada escena.

Le cuento esto no porque vaya a largarle un panegírico sobre Berlanga, sino porque nunca pensé que este país rindiera un homenaje al cineasta más emblemático de la segunda mitad del siglo XX, como el que lleva celebrándose desde hace un par de semanas. Si el valenciano levantara la cabeza vería –no sé si con mucha satisfacción- cómo todas sus películas se han hecho carne y habitan entre nosotros, y cómo su apostolado ha seguido al pie de la letras sus enseñanzas, obrando el milagro de hacer realidad sus parábolas.

Ya sé que el adjetivo está muy manido, mucho más desde que la Real Academia Española decidió incorporarlo al diccionario hace apenas un año –dos décadas se pasó esperando en un cajón, desde que lo propusiera José Luis Borau–, y que decir que la situación es berlanguiana no aporta mucho más de lo que usted y yo ya sabemos. Mire la delegada del Gobierno en Ceuta, Salvadora Mateos, que ha pedido a los ceutíes que no den comida a los inmigrantes que están en la calle –como si fueran palomas o gatos–para evitar que anden pidiendo en las puertas de los restaurantes y los supermercados. O mire a los indultados del procès que parecen todos sacados de ‘La escopeta nacional’ o de ‘Moros y cristianos’ o de ‘Todos a la cárcel’, por no hablar de Iceta y su vena más folclórica, al pronunciar aquello de «no ha nacido quien me humille», una frase que le pega más a Lolita Sevilla que a un ministro.

En estos últimos días, es la trilogía del marqués de Leguineche la que está marcando los rumbos de nuestra ciudad; el asunto de la placa, los rendidos homenajes florales, los ‘apasionadísimos’ debates en torno a la obra literaria de Pemán, los actos de desagravio –y los de agravio, también– podrían estar interpretados por Luis Escobar o por José Sazatornil, al fin y al cabo, como decía el propio Berlanga «yo pensaba que lo más jodido de mi vida había sido la censura de Franco ¡pues no! lo más jodido es la pérdida de la memoria». Y en esa pérdida andamos, dispuestos a saldar las cuentas con el pasado al precio que sea, incluso interpretando ochenta años después, la misma partitura machacona y repugnante. «Que vengan todos que tengo que perdonarlos. Que venga el servicio, que estas cosas les gustan mucho», decía el marqués en un exceso de magnanimidad; pedagogía, lo llaman ahora. Una pedagogía como la aplicada en el proceso de selección del nombre del estadio de fútbol –y mire usted que me gusta mucho el nuevo nombre, porque me suena muy a Cádiz–, en el que han votado 1068 personas –de un censo de algunos miles más– y han decidido apenas doscientos setenta votos. Así se hacen las cosas, que venga el pueblo a verlas y a ratificarlas con su aplauso.

Siempre consideró Berlanga que su mejor película era ‘El verdugo’, y sin quitarle del todo la razón –porque hacer una obra maestra con un argumento tan despreciable es para admirarlo–sé que la que mejor nos sigue representando como sociedad y como ciudad es ‘Bienvenido Mr. Marshall’, una película de la que hemos hecho distintas versiones en los últimos veinte años; como ejemplo, recuerde aquellas del Doce y la lluvia de millones, y los jefes de Estado en la cumbre mientras nosotros los mirábamos desde el abismo. Pero lo hemos vuelto a hacer, y de qué manera. Homenajeando a Pepe Isbert y a Manolo Morán.

El pasado lunes atracaba en el puerto de Cádiz el primer crucero después de trece meses. Las expectivas, –qué le voy a contar–, las ganas, los preparativos, el recibimiento… El ‘Mein Scfhiff 2’ llegaba a las ocho de la mañana con una mermada tripulación y un objetivo claro: pasar por nuestra ciudad como la comitiva de los americanos berlanguianos, sin entrar en comercios y custodiados por guías que vigilaban estrechamente a los grupos burbuja. Un chasco, llegaron a denominar los comerciantes gaditanos, a la comitiva que pasó de largo por tiendas y restaurantes.

La imagen más surrealista, sin embargo, estaba en el muelle. Teófila Martínez, Montemayor Mures y Ana Mestre, con sus placas y sus flores «os recibimos con alegría», daban la bienvenida a los cruceristas que subían rápidamente a los autobuses que los llevaban a Sevilla o a Jerez. Como en los mejores tiempos, como en los tiempos de Berlanga.

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