La barbecue
Georgie Dann pertenece al universo de personajes surrealistas que conforman el paisaje del aperturismo español posfranquista y que se caracterizaban, además de por sus peculiaridades –cada uno da lo que tiene–, por hablar un nefasto español y arrastrar un acento extraño
No sé a quién le leí una vez que cada generación tiene su guerra, su bandera y su poeta. No sé si se lo leí a alguien alguna vez o es que me vienen a la memoria los versos de Machado, cuando hablaba de aquella ... España de charanga y pandereta, tan parecida a esta de ahora, que también «ha de tener su mármol y su día, su infalible mañana y su poeta». Mi generación, nacida al alba de la Transición, que pasó, sin darse mucha cuenta, del blanco y negro al technicolor, no tuvo su propia guerra, sino que heredó –y como todo lo heredado, necesitó de mucho arreglo y de mucha coba– la guerra de sus antepasados, la «guerra de papá» como llamó Antonio Mercero –el padre de uno de los Carmen Mola– a su versión cinematográfica de la maravillosa novela «El príncipe destronado» de Miguel Delibes. Ahora mismo no recuerdo si mi generación llegó a tener bandera –ya sabe usted lo que pienso de las banderas– pero sí estoy segura de que tuvo un poeta, o mejor dicho un cantor, que suena como más épico y da más prestancia a lo que pretendo decirle.
Porque mi generación, la que más años ha cotizado a la Seguridad Social y la que ya está prácticamente convencida de que las pensiones son cosa del pasado, tiene cada verano marcado en la memoria no por los amores furtivos a la luz de la luna, sino por las canciones de Georgie Dann, tristemente fallecido esta semana. Sí, así de cutre es mi generación, ¡qué vamos a hacerle! Lo mismo hay alguien que dice «no, hombre, ahí estaban Paco Ibáñez –galopando, siempre– o Silvio Rodríguez o Pablo Milanés», incluso alguien se acordaría de Serrat o Aute o, en un ataque de mal entendida nostalgia tiraría de Radio Futura, Antonio Vega o así. Pero no se deje engañar; los que fuimos niños en los setenta tenemos el ritmo cateto de Georgie Dann impreso en el cerebelo y somos capaces de identificar cada hit veraniego con algunos de los acontecimientos históricos de esta España «especialista en el vicio al alcance de la mano», que decía el poeta.
Georgie Dann pertenece al universo de personajes surrealistas que conforman el paisaje del aperturismo español posfranquista y que se caracterizaban, además de por sus peculiaridades –cada uno da lo que tiene–, por hablar un nefasto español y arrastrar un acento extraño que iba desde el griego materno de la reina Sofía, hasta el italiano rocambolesco de Torrebruno, pasando por el cubano –sí, era cubano pero hablaba también fatal en español– de Luis Aguilé o el indescriptible acento del francés que cada verano nos proponía un coreografía distinta que siempre era la misma, dar saltos como una metáfora perfecta de lo que ocurría en nuestro país en los años ochenta, noventa y hasta que se retiró de los escenarios en 2018 con «Buen rollinski», un tema que, he de confesarle, no había escuchado hasta que la muerte –tan manriqueña ella– nos ha devuelto los grandes éxitos de Georgie Dann en estos días, y nos ha llevado de regreso a los tiempos despreocupados en los que vivíamos por encima de nuestras posibilidades, especulábamos con todo lo especulable y construíamos un país de naipes que no ha soportado ni el primer soplo del lobo detrás de la puerta.
Las letras de Georgie Dann no pasarían hoy la prueba de ningún observatorio de género ni de número, como tampoco la pasaría mi generación –es lo que tiene ser una bisagra entre la dura coraza de nuestros padres y la piel fina de nuestros hijos– por machistas, racistas, homófobas y, sobre todo por simples, y eso que él siempre defendió su arduo trabajo como compositor «siempre trabajo mucho las letras. La gente critica ‘La barbacoa’ donde parece que no digo nada pero digo muchas cosas»; y tanto que las dice, haga el esfuerzo y vuelva a escuchar aquella parte que dice «La vecina que es muy mona toma el sol en la tumbona. Yo le saco algo sencillo, pero quiere el solomillo que le gusta mucho más». Definitivamente, no es Machado, pero es nuestro cantor. El que le cantó a nuestra ciudad «¡Qué bonito es Cádiz cuando se viste de carnaval y las chirigotas sacando punta a la actualidad» –no es necesario fijarse en la trabajadísima rima–; el que preguntaba «¿qué será lo que quiere el negro?», el que tenía en su chiringuito «conejo a la francesa, pechuga a la española y almejas a la inglesa», o el que nos invitaba a bailar cachete con cachete «aquello con aquello, lo de ella con lo de ello». En fin, que todos tenemos un pasado y una memoria colectiva que, a veces, nos saca los colores.
Venimos de ahí, del concepto de posmemoria que acuñara Marianne Hirsch, que afirma que la revisión del pasado es lo único que permite un futuro más justo. Y venimos de una sociedad a la que los prejuicios no le han dejado ver el Sol. A mí no me avergüenza decir que mi infancia son recuerdos del «Bimbó» y de «Una paloma blanca» y mi juventud suena a «La Barbacoa», al «Koumbó» y a «Carnaval, carnaval», porque estoy convencida de que también eso nos hizo llegar hasta aquí, con nuestras luces, y con nuestras sombras. Pero me da la impresión de que seguimos siendo la España de Frascuelo y de María, así que lo mismo, habrá que cambiar de poeta.