¿Ayudaría en algo?

Hay batallas que son para perderlas. Y ésta la perdimos hace meses. La perdieron ellos y la perdimos nosotros. Salimos sin armas, sin trincheras, sin esperanzas

En lo que llevamos de año, después de haber pasado por todos los estados de ánimo posibles, después de haber asistido –como invitada de honor– a la ceremonia de la confusión organizada por las autoridades sanitarias y las otras –ya sabe, Salud responde, a veces–, ... después del frío, de la nieve, de los terremotos y del inicio de la campaña electoral en Cataluña, a una le van quedando pocas opciones. Y sé que a usted le pasa lo mismo. Por un lado, están el Carvativir o Carvacrol, esa especie de Ciripolen que, según Maduro, neutraliza los síntomas del Coronavirus con una efectividad prodigiosa, solo comparable a la lejía de Donald Trump y al crecepelos del Blacamán de García Márquez, y la promesa china de un test rectal más eficaz que todos los conocidos hasta el momento; por otro, están las noticias, las de siempre y las de ahora, que son las de siempre, es decir, los que se saltan el confinamiento y los que se saltan las listas para vacunarse. Los que se consideran a sí mismos como población de riesgo para arrimar el brazo cuanto antes –espero que lo hagan solo por eso y no porque «yo lo valgo»–, y los que ni se imaginan que son un riesgo para la población pero están poniendo su granito de arena para que todo estalle por los aires.

Los que se pasan y los que no llegan. El miércoles la ministra Celáa afirmaba que no hay un lugar más seguro en el mundo que los colegios –a pesar de los datos de contagios en la última semana– y que no iban a cerrarse las aulas porque –no es literal, pero estaba en su literalidad– qué harían las familias con los niños –y las niñas– en casa; coincidía, mire usted por dónde, con las declaraciones del consejero Imbroda que recordaba el pasado martes que «la Administración está obligada a poner en marcha los protocolos de absentismo» si las familias dejan de enviar a sus hijos a clase, mientras España entera, incluyendo Andalucía, está atravesando los peores momentos –dicho por ellos mismos– de toda la pandemia y está sumida en un caos administrativo–sanitario que parece diseñado por Berlanga. No hay quien lo entienda, la comunidad educativa, los Ayuntamientos, los sindicatos y los colegios médicos piden desesperadamente al Gobierno la suspensión temporal de la presencialidad en las aulas, de la misma manera que las Comunidades Autónomas suplican –que es mucho más que pedir– que se modifique el decreto de Estado de Alarma para poder adelantar el toque de queda y reducir, de este modo, la movilidad.

¿Y qué hace el Gobierno? Facilitarle la salida a Salvador Illa –se la podía haber facilitado antes– para que haga carrera en Cataluña y poner de ministro de Política Territorial al políglota Miquel Iceta, que como usted sabe, es federalista y piensa que España no es un país, sino una «nación de naciones»; vamos, lo que en lenguaje coloquial se llama poner a la zorra a cuidar de las gallinas. Es decir, lo que hace el Gobierno es evidenciar que ni están en el problema sanitario, ni en el problema territorial. Y alimentar, de paso, todo tipo de suspicacias sobre el proceso electoral catalán, porque que levante la mano quien no ha pensado que lo de no tocar el horario del toque de queda no guarda relación con las elecciones autonómicas. Reconózcalo, no hay que ser un lince para ver tan lejos. Y no es ser malpensados, claro está. Es empezar a estar hartos de este Gobierno, de su cogobernanza o como demonios se llame esto que hacen, y de sus continuas faltas de respeto hacia los ciudadanos, y ciudadanas.

Hay batallas que son para perderlas . Y ésta la perdimos hace meses. La perdieron ellos, y la perdimos nosotros. Salimos sin armas, sin trincheras, sin avituallamiento y sin esperanzas; y aquí estamos, sabiendo que cuando esto acabe, cuando se levante la niebla, todo estará mucho peor de lo que alcanzamos a imaginar. La salud y la economía comparten la propiedad conmutativa, porque el orden de los factores no altera el resultado, y el resultado es siempre el mismo, la miseria.

Tenemos pocas opciones, ya se lo dije al principio. Algunas pasan por hacer parada en las plataformas digitales y enredarse en alguna serie intrascendente; otras por contar las horas sin besos y añorar los besos sin hora. La paciencia, decía Santa Teresa, todo lo alcanza, pero apenas queda paciencia en los estantes del supermercado y la que habíamos acumulado en marzo, se nos ha echado a perder. Hay que poner en práctica el plan B.

Así que llegados a este punto, hágame caso. Pase lo que pase, vea lo que vea y escuche lo que escuche, no se preocupe excesivamente por nada, recuerde que también fue la santa de Ávila la que dijo aquello de «nada te turbe, nada te espante», y vuelva a ver ‘El puente de los espías’; no es que sea un peliculón pero tiene destellos de luz que pueden ser un faro en esta noche oscura. Piense en Rudolf Abel, el atribulado espía que hizo de una frase su religión y piense en su respuesta cada vez que el abogado Donovan le acusa de impasividad y le pide que reaccione «¿Ayudaría en algo?»

Pregúnteselo a diario. ¿Sirve de algo tanta angustia?

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