HOJA ROJA
El atardecer de Cádiz
Ayer cumplió años el verso suelto de mi casa, mi hijo chico ...
Ayer cumplió años el verso suelto de mi casa, mi hijo chico, el que nació con LA VOZ DE CÁDIZ, y el que cada año me demuestra que no fue un sueño todo aquello que vivimos a comienzos del siglo XXI, cuando esta ciudad era ... una lista de cosas por hacer. Recién estrenado el soterramiento de las vías del tren, esperábamos como quien espera el alba, la inauguración del nuevo puente, la celebración del Bicentenario –no, no diga lo de la lluvia de millones, por favor; ya no–, la construcción del nuevo hospital, la Ciudad de la Justicia, la terminal de autobuses, el tranvía, el faro de Alejandría… Echo la vista atrás, y aunque cuesta creerlo, no fue un sueño, éramos así. «Me creía el rey del mundo», cantaba Dani Martín en ese himno de adolescente que se me ha metido en la cabeza porque me recuerda que mi hijo chico, el verso suelto de mi casa, cumplió ayer «Dieciséis añitos» en mitad de una pandemia y de una crisis mundial de las que algún día se estudiarán en los libros de historia. Porque aunque diga el bolero que la distancia es el olvido, yo tampoco concibo esa razón para tener conciencia de lo que pudo haber sido y no fue. Mientras mi Pablo se hace grande, nuestra ciudad se ha ido haciendo pequeña, aún más pequeña de lo que sale en los mapas de la memoria, donde el sol siempre es amarillo.
Justo cuando dejamos de sentirnos extraños en el paraíso, la crisis de 2008 nos enseñó que la fruta prohibida también se pudre, incluso antes de hincarle el diente. Nos dijeron que vivir en los pisos más altos de nuestras posibilidades era un derecho pero nadie nos advirtió de lo dura que sería la caída si la única red que nos protegía era una teleraña de despropósitos. La capital del paro hacía como que sonreía, pero cada vez nos faltaban más dientes para masticar la realidad y no nos quedaba otro remedio que tragar para poder subsistir; tragar sin carga de trabajo en Astilleros, con vidas rotas en Delphi, con los sueldos de los funcionarios recortados, tragar cuando aún nos quedaba por ver lo peor, la rebelión de Adán.
No le tocaba a Adán rebelarse, sino esperar que lo hicieran sus hijos. Pero sus hijos ya se habían ido por un puente que no llegaba –¿han vuelto, señor alcalde, tantos gaditanos?– y entre estos cuatro muros había poco más que hacer. En 2011, mientras mi Pablo esperaba al ratón Pérez cada noche, los adanes creyeron que podían parar el mundo porque habían leído –o habían hecho como que habían leído– el ‘¡Indignaos!’ de Stéphane Hessel «el motivo de la resistencia es la indignación». Los indignados, ¿se acuerda? Yo también estaba indignada, viendo como el cántaro de la Lechera se había roto en mil pedazos, ni Bicentenario, ni hospital, ni tranvía, ni faro, ni empleo…ni ganas de sonreír. Yo también estaba indignada, y los creí.
Iban a asaltar los cielos, desafiando a la gravedad de lo que ocurría en este país. Todo era posible, incluso que mi niño chico al que nunca le gustaron el colegio, ni las cuentas, ni los cuentos, descubriera el horizonte con sus gafas nuevas y se durmiera arrullado por el «sí se puede» con el que se mecía el mundo. Debajo de los adoquines, decían, estaban la playa y el jardín del Edén, donde no necesitaríamos nada de lo que habíamos perdido porque viviríamos con lo puesto y la tierra manaría leche y miel. Con algo había que consolarse mientras seguíamos perdiendo empleo, riqueza, industria y esperanzas. Ya sabe lo que ocurrió en la escalada, los de la nueva política, los que venían a cambiar las normas encontraron acomodo en los descansillos de las administraciones y se sentaron, simplemente a esperar su turno.
Pasada la euforia, después de ver el cadáver de su enemigo pasar, dejaron que la ciudad atardeciera lentamente. Una ciudad vespertina, siempre en vísperas de algo, donde ser adolescente, como mi Pablo, que ayer cumplió dieciséis años, es más triste que difícil. Pasada la euforia, vimos que nuestros dirigentes no tenían equipaje, ni traían nada en la mochila, sólo humo y excusas. El tráfico, los cruceros, la especulación inmobiliaria, los alquileres turísticos, la herencia, la caspa, la casta… las castas.
Y el virus, el virus que todo lo tapa, el comodín del virus, que se convirtió en el clavo ardiendo. Todo es culpa del coronavirus, el cierre de comercios, la pérdida de empleo, la suciedad de la ciudad, el deterioro del patrimonio, el aumento de personas sin hogar, la ineficacia en la gestión, la indolencia en los proyectos.
Es el atardecer de Cádiz, en todos los sentidos, incluso en el literal. La puesta de sol en la Caleta es la mejor de Andalucía –ya lo sabíamos– según la revista ‘Condé Nast Traveler’ –no confundir con Condemor–, y amenaza con ser la mejor de España. Pues muy bien, seguiremos viendo día tras día cómo se esconde el sol, mientras este siglo XXI se burla cruelmente de nosotros.
Lo malo será cuando se haga de noche. Y no haya nadie para encender la luz.