El asombro

Tenemos un voto de confianza tan perpetuo en el futuro que somos incapaces de mirar al presente y muchísimo menos al pasado

En este mundo traidor, como decía Campoamor, nada es verdad ni es mentira. Ya ni siquiera es, para que vamos a engañarnos, del cristal con que se mira, porque llevamos siempre las gafas empañadas –se lo dije, lo de las mascarillas nos ha convertido en ... los monos de la mitología china, ni vemos, ni oímos ni hablamos sin pegar gritos- o mal graduadas. Así que nos vamos conformando con la realidad distorsionada de cada día; por la mañana el héroe es villano, por la tarde ambos son hermanitas de la Cruz, y por la noche, todos los gatos son pardos. En un mismo día podemos ser la ciudad más sucia de Occidente, la más vandálica y, a la vez, la más valorada por el turismo -algún día tendré que preguntarle a la empresa Holidú por qué el número de heladerías es un indicador de tanta relevancia en sus rankings-, la más responsable en las medidas anticovid y la más irresponsable en su gobierno. En fin, que somos un poliedro con tantas caras como cruces se van añadiendo en nuestro «debe».

A mí me divierte mucho nuestra ciudad, tan achacosa ella, tan novelera y tan previsible, a la que tanto le gustan los proyectos que se quedan en eso, en proyectos. Y me divierte tanto porque nunca escarmentamos ni siquiera en nuestra propia cabeza, así que mantenemos intacta la capacidad de asombro y tenemos un voto de confianza tan perpetuo en el futuro que somos incapaces de mirar al presente y muchísimo menos al pasado -y eso que andamos siempre con los tres mil años a cuestas-.

El pasado lunes comenzaron las obras de adaptación y rehabilitación del Palacio de Recaño para convertirlo en el Museo del Carnaval. No diré, ¡por fin! porque creo que no será la primera ni la última vez que comiencen las obras. De hecho, si uno se fía de las hemerotecas, sabrá que la piqueta debería haber entrado el 31 de diciembre de 2018, según nuestro Ayuntamiento, que como afirmaba en octubre de ese mismo año, ya sabía que la obra concluiría en diciembre de 2020 –jajajajajaja- y que en 2021 ya habría recibido la visita de 312.523 turistas y curiosos ávidos de conocer los gorros más emblemáticos de nuestra fiesta. El cálculo, preciso y precioso, se basaba en las mismas variables que las heladerías de Holidú, es decir, en un montón de factores irrelevantes que solo perseguían el efecto «ohhhhhhh» de la población. «El lunes- decía nuestro alcalde- se dará un paso muy simbólico para que empiece a ser una realidad tangible este proyecto en el que tantas esperanzas tiene puesta la ciudad». Ahí lo tiene, sin darse cuenta –o dándosela- José María González da las claves para entenderlo todo. Lo del comienzo de las obras es «muy simbólico» y todo se cimienta en «esperanzas».

No es la primera vez que comienzan las obras de un museo del Carnaval, ni es el primer proyecto de un museo del Carnaval, ni siquiera es el museo del Carnaval que necesitamos. Y no volveré a hablar de lo inoportuno que me parece el enclave y de la dificultad que añade convertir un edificio histórico en una calle de difícil acceso en un reclamo para el turismo, porque todo lo que usted y yo queramos decir, ya está dicho. El nuevo equipamiento, según nuestro alcalde «hablará de lo más hondo de Cádiz» –mejor no preguntar por la hondura- y será «un motor de la economía», un generador de empleo - ¿cuánto empleo puede generar un museo? - y uno de los «grandes broches» para cerrar el rosario de peticiones y letanías que cada mañana rezamos en la peana del santo que toque. Porque ya sabe aquello de que, si es con barba, San Antón y si no, la Purísima Concepción.

Veremos a ver en qué queda el museo del Carnaval. La albañilería ha comenzado, pero del proyecto museístico apenas sabemos nada más allá del humo que el senador Onésimo Sánchez -me encanta el realismo mágico aplicado a Cádiz- vendió en el desierto de salitre a los menesterosos indios. Las exposiciones temporales, dedicadas al carnaval de la calle, a la mujer en el carnaval -dos clásicos- o a los también clásicos Paco Alba y Tío de la Tiza. Las permanentes, dedicadas a los carnavales del mundo, al carnaval de los sentidos (sic), a la historia de nuestro carnaval, y como colofón, el asombroso auditorio y la vista que permitirá «disfrutar de la obra de arte que es Cádiz». Muy bonito todo, aquí, Cádiz, aquí unos amigos, aquí el motor de la economía local hecho carne.

Y mientras todas las miradas se dirigen a la calle Sacramento para ver cuándo se abren los montes –aunque el parto sea un ratón-, no estaremos mirando a San Juan de Dios, donde todo va a adquiriendo cierto olor a vodevil sin libreto, sin reparto –de personajes, no me malinterprete- y donde la ley suprema es la de Murphy, ya sabe, si algo puede salir mal, no lo dude, saldrá siempre muchísimo peor.

A mí, ya se lo dije, me divierte mucho esta ciudad, donde nada es verdad –la web que pide el cambio de nomenclátor- ni es mentira, y donde nada es lo que parece. Cualquier día de estos inauguran el museo del Carnaval, se aprueba el pliego de limpieza, se construye el nuevo hospital, seremos felices y comeremos perdices.

No hay quien nos hunda, el asombro nos mantiene a flote.

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