Ahora, una guerra mundial

Si hay una fecha en el almanaque que aunque se mueva está fija, es justamente la fecha del carnaval

Sábado de carnaval 2022. F.J.

Por si hay una pregunta en el aire –lo del hoy quiero confesar pantojero marcó mucho– le diré que hoy es domingo de carnaval. No del carnaval ilegal, ni del carnaval de la calle, ni siquiera del carnaval entendido como una «manifestación cultural autogestionada». No. ... Domingo de Carnaval con todas las letras y en mayúsculas, porque si algo tiene de bueno el calendario gregoriano, que es solar, es que se permite la licencia de volverse lunático cuando llega la primavera. Por eso, y no hace falta que vuelva a repetírselo, marcamos la primera luna llena de primavera con la celebración de la Semana Santa, y en consecuencia, cuarenta días antes iniciamos la temporada de ayuno, abstinencia y demás mortificaciones cotidianas con un paréntesis de desenfreno carnal, al que nuestros antepasados dieron en llamar Carnaval y que lleva celebrándose desde que el mundo –este absurdo mundo– es mundo.

Y me perdonará usted el rollo, pero creo que en estos tiempos, más que nunca, necesitamos recordar, no que somos polvo y que en polvo nos vamos a convertir –que eso ya lo sabemos–, sino que si hay una fecha en el almanaque que aunque se mueva está fija, es justamente la fecha del carnaval. Aquí y en cualquier otra parte del mundo. Con Covid y sin él. Con temblores políticos y sin ellos. Con guerra y sin ella. Es Carnaval. Que no son simplemente unos días robados al almanaque, ni una romería de peregrinos cantando, ni un desahogo, sino que es –como todo lo importante– un estado de ánimo que nos impide vivir de acuerdo a otras leyes. Un territorio tan sagrado y tan profano a la vez que tiene como fronteras la realidad al norte, y el deseo al sur; en este sur de deseos donde la risa es un arma de resistencia frente a las ideologías, a los gobiernos, a las jerarquías, a las mezquindades, donde el carnaval es una forma de entender y de aceptar la realidad de todos días.

Por eso no me gusta nada que a estos días se les llame, desde la oficialidad de los despachos, el «carnaval no oficial», como si existiera otro carnaval o se pudiese alterar el calendario al capricho –también hay caprichos justificados– de alguien, porque nadie debe apoderarse de lo que no es suyo. Y el Carnaval no es de nadie, precisamente porque es de todos. Y porque usted sabe, mejor que nadie, que después de dos años no es que merezcamos «un poco de luz» –como dice nuestro alcalde en su bando– sino que necesitamos, más que nunca, que la válvula se abra para dejar escapar tanta presión.

Nuestro alcalde –o quien le escriba a nuestro alcalde– escribe cosas muy bonitas. No es la primera vez que lo digo, y espero que no sea la última, porque no solo de pan vive el hombre, y a estas alturas, después de seis años en el Ayuntamiento ya deberíamos habernos dado cuenta. Pero eso no quita para que el bando que nos ha regalado, y que no dice absolutamente nada, lo que dice, lo dice muy bien, y con eso me conformo. Dice que no podemos «olvidar nunca el derecho a ser felices», que es algo como muy de Rousseau y de la Ilustración francesa –o de la Constitución de 1812–, y por eso nos insta a que nos portemos bien, dando «protección y cariño a quienes decidan llenar de carnaval, coplas y risas las esquinas, las plazas y los rincones de Cádiz», que al parecer, son los que merecen ser más felices y por eso van a tener el móvil del concejal de guardia para que medie con la policía por si hay algún conflicto, «para proteger a las agrupaciones que decidan salir a la calle» con los vecinos quejicas que no entienden que si no es carnaval –porque así lo decidió nuestro Ayuntamiento– tengan que ver alterado su descanso o la limpieza de sus calles. No hay quien lo entienda, la verdad.

Hay una expresión muy fea –pero muy de aquí– que define a la perfección lo que le digo y usted lo va a entender perfectamente «o picha dentro, o picha fuera». O es Carnaval o no lo es. O tenemos todos derecho a ser felices o no lo tenemos, o hay que quedarse en casa o hay que tirarse a la calle, o hay que cantar o hay que escuchar. Siempre he pensado que debe ser muy difícil gobernar una ciudad tan ingobernable como la nuestra, pero también he pensado que hay situaciones en las que uno no puede ponerse de perfil, ni esperar a que pase la ola tapándose la nariz y cerrando los ojos. Ya ve, lo único que se ha conseguido con este «no carnaval» es potenciar lo que llevamos años lamentando, que la ciudad se convierta en un macrobotellón de gente a la que lo mismo le da que sea Carnaval, San Antón o la Purísima Concepción. Es triste, pero lo puedo llegar a entender.

Porque en algo estoy de acuerdo con el alcalde. En que nos merecemos ya un desahogo. En que ya está bien de tantos «acontecimientos históricos» y de «momentos para la historia», porque la vida solo dura un estribillo y puestos a recordar estribillos, en este domingo de Carnaval, ya sabe lo que le voy a cantar: «Ay, que casualidad, ahora una Guerra mundial. La gente no respeta ni que estamos en Carnaval».

Disfrútelo, que no sabemos dónde andaremos mañana.

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