OPINIÓN
Con acento en la Ú
En estos cuarenta años hemos aprendido a ser andaluces y a construir un sentimiento de pertenencia a una tierra históricamente castigada y maltratada
Según un estudio demoscópico realizado por la Fundación Centro de Estudios Andaluces (CENTRA), nueve de cada diez andaluces se declaran orgullosos de serlo y se identifican con su acento , con su bandera y con cualquiera de los símbolos de nuestra autonomía, cuyo estatuto ... cumple ahora cuarenta años –siempre me ha parecido curiosa la fijación de este país por conmemorar los cuarenta años de todo, muy por encima de otras fechas como el medio siglo o el centenario-, gozando de una mejor salud, incluso, que nuestra Constitución.
Y es que los andaluces ya no solo queremos volver a ser lo que fuimos, sino que en estos cuarenta años hemos aprendido a ser andaluces y a construir un sentimiento de pertenencia a una tierra históricamente castigada y maltratada. Hemos interiorizado tanto el sentimiento andaluz que los más jóvenes –afortunadamente- ya no se reconocen en aquel complejo de inferioridad que tantas veces nos relegó a ser la criada, la niñera, el chófer, el gracioso o la analfabeta en el imaginario colectivo de este país. A ellos, a los más jóvenes, nadie les dijo –como a nosotros- que no se comieran las «eses» o que pronunciaran «correctamente» –fuese lo que fuese lo correcto en aquellos tiempos-, y nadie les afeó ni le recriminó su acento, y por eso han crecido en la confianza de que no somos ciudadanos de segunda. Bien es cierto que cuarenta años cantando el himno en el patio del colegio, tocándolo –o algo parecido- con la flauta en la escuela, y pintando de blanco y verde sus caras y sus corazones son muchos años, y tal vez ese es el motivo por el que la mayor parte de los encuestados reconoce que la bandera de Andalucía le recuerda «principalmente a la familia y a su infancia»; claro, les recuerda a desayuno andaluz de mollete con aceite, a folios pintados de blanco y verde, y a murales en los pasillos mostrando nuestros monumentos, nuestra gastronomía y nuestra historia. Lo bueno es que nueve de cada diez andaluces no relaciona nuestra bandera con ninguna ideología o partido político concreto, sino con el verde del campo andaluz y el blanco de paz, porque si algo se nos ha quedado grabado para siempre es que la bandera de Andalucía significa, por encima de cualquier otra cosa, paz y esperanza bajo el sol de nuestra tierra. A estas alturas, es difícil encontrar a un andaluz –o andaluza- que no se sepa al dedillo la letra de Blas Infante y que no se sienta identificado con cada uno de sus versos. Nos ha costado, es cierto, pero a día de hoy, hemos interiorizado que ser andaluz es una manera de ser y de entender el mundo.
Y yo, que no creo en banderas ni en himnos, formo parte de ese noventa por ciento que no esconde ni su acento ni su procedencia, y que se siente orgullosa de nuestra identidad y de nuestra historia; también de nuestro pasado emigrante y maltratado. Y creo que porque fueron, somos. Porque nuestros abuelos dejaron sus campos para levantar ciudades en otras tierras, porque nuestras abuelas se dejaron los ojos, las manos y el alma en las casas de los «señoritos» , porque aprendimos a escribir y a leer en una lengua que se parecía a la nuestra, pero que no lo era, y porque siempre tuvimos que cargar con el sambenito de malhablados y de incultos.
Por eso, después de cuarenta años, resulta tan incomprensible lo del «tono neutro» de los vídeos institucionales como el forzado deje de algunos de nuestros representantes públicos, y de algunos anuncios que resucitan fantasmas. Hablamos andaluz, que no es un dialecto, ni una lengua diferente, ni un idioma concreto, sino una variante –quizá la más evolucionada y moderna- del español. Y lo hablamos de mil maneras, porque el andaluz occidental y el oriental se parecen como un huevo a una castaña, porque el andaluz de la sierra y el de la costa parecen parientes lejanos. Somos una comunidad tan diversa, tan diferente –y a la vez tan inclusiva- que sería un despropósito intentar uniformarnos y limitar así la riqueza que aportan las distintas versiones de nosotros mismos.
Nos ha costado mucho desterrar los tópicos y los complejos, y reconciliarnos con nuestra historia y nuestra manera de ser, y de hablar, como para desandar el camino y perdernos en polémicas estériles que no conducen a ninguna parte. Hablar en correcto español no es de derechas, como tampoco pronunciar en andaluz es de izquierdas; no podemos permitir que ningún partido, ninguna ideología, se adueñe de lo que somos, se apropie de nuestra identidad, de ese sentimiento que comparten nueve de cada diez andaluces. Porque cualquier intento de apropiación del acento andaluz significará un retroceso en todo lo que hemos avanzado en estos cuarenta años, y producirá rechazo en quienes ni siquiera lo habían sospechado.
Yo hablo andaluz, con acento en la ú. Con el acento que heredé de mis padres y de mis abuelos, con el acento de Lorca, de Falla, de Juan Ramón, de Machado, de Pilar Paz, de Carmen de Burgos, de María Zambrano, de Fernán Caballero; con el acento que he trasmitido a mis hijos. Sin afectación ni excesos, sin complejos. Con orgullo.
Ver comentarios