Y en la hora de nuestra muerte
Negando las honras fúnebres a los suicidas estabas negando uno de los pilares básicos: la misericordia
![Yolanda Vallejo: Y en la hora de nuestra muerte](https://s1.abcstatics.com/media/opinion/2020/02/16/v/Ramon-kt8B--1248x698@abc.jpg)
Según la Organización Mundial de la Salud, casi 800.000 personas se suicidan cada día. El Instituto Nacional de Estadística confirma que en España 10 personas se quitan la vida a diario, una cada dos horas y media, duplicando las muertes por accidente de tráfico, ... por ejemplo. Hasta no hace mucho, los suicidas morían dos veces, una de obra y otra –tal vez la más cruel y definitiva-, de omisión. Porque nos educaron para sobrellevar la muerte pero no el fracaso, nos prepararon para el deseo pero no para la realidad; y nos enseñaron a mirar para otro lado. Ni siquiera había descanso eterno ni luz perpetua para los suicidas hasta que la Iglesia entendió que, negando las honras fúnebres a los suicidas estaba negando uno de sus pilares más básicos, la misericordia. Tampoco los medios de comunicación tenían hueco para los que decidían bajarse antes del final del trayecto porque el efecto –según parece- es contagioso. Detrás de cada suicidio hay muchas muertes, la muerte afectiva, la muerte social, y la muerte de la dignidad. La mayor parte de los suicidas ya habían muerto antes de que las estadísticas certificaran su muerte. Ya estaban muertos, o los habíamos matado, quién sabe. Porque detrás de cada suicida no solo hay enfermedades mentales, sino enfermedades sociales que tienen mal pronóstico y peor tratamiento.
Que neguemos los datos, o que nos justifiquemos en ellos, ni borra ni elimina una terrible realidad. Hablar de la muerte por decisión propia, en este país es complicado; tanto que incluso usamos un eufemismo para no conjurarla; porque no hablamos de morir, sino de “quitar la vida” lo que le añade una carga de intencionalidad, una carga semántica, que –para qué vamos a decir otra cosa- nos agrede en lo más íntimo y sagrado de nuestras conciencias. Aceptamos el derecho a la vida, pero nos cuesta aceptar el derecho a morir.
Y eso, que según la ciencia, la vida y la muerte no son derechos, sino procesos naturales en los que la voluntad del individuo no es un factor determinante. Nacemos cuando nacemos y morimos –o moríamos- cuando nos tocaba. Digo moríamos porque cada vez cuesta más y cada vez se muere peor, empeñados como estamos en prolongar –a veces en condiciones inhumanas- lo que llamamos desde un punto de vista técnico constantes vitales, en prolongar la vida, a veces por encima de la propia vida, enmendándole la plana a la naturaleza humana, y a la divina.
El debate sobre la eutanasia en nuestro país ni es nuevo ni tampoco es original. Lo hemos disfrazado de mil debates, de mil maneras de morir, de mil excusas para no abordarlo, de mil mentiras, pero está ahí, y ahí seguirá. Y todos lo sabemos, aunque escondamos la cabeza y nos agarremos al clavo que más arde para negar una evidencia. Acuérdese de que fue Zapatero –el de las leyes estrambóticas y de temporada- el que puso sobre la mesa aquel proyecto de ley de “muerte digna” que trataba de asegurar la protección de la dignidad de los enfermos en fase terminal o agónica garantizando “el pleno respeto de su libre voluntad sobre los tratamientos que tenga que recibir”. Un proyecto que quedó en eso, y que posteriormente desarrollarían las comunidades autónomas. La ley andaluza, de 2010, con un tenor bastante más poético lo dejaba claro “pero la muerte forma parte de la vida. Morir constituye el acto final de la biografía de cada ser humano. Por tanto, el imperativo de la vida digna, alcanza también a la muerte. Una vida digna requiere una muerte digna”, a pesar de lo que ahora piensa la presidenta de la Comunidad de Madrid, de lo que piensa el PP y de lo que defiende VOX.
El pasado martes el Congreso aprobó tramitar la proposición de ley que reconocerá el derecho a la eutanasia para aquellas personas cuyo sufrimiento físico o psíquico sea tan insoportable como su propia vida. Reconocerá el derecho a decidir, no la obligación de hacerlo; un derecho que ya existe en otros países europeos que, curiosamente no han visto incrementarse el número de muertes pero sí han visto disminuir el número de suicidios, porque quienes se acogen al derecho previsto por la ley expresan su firme voluntad de no seguir viviendo, y en muchos casos expresan su desesperado grito de ayuda que antes no habían recibido.
Yo no estoy a favor de la eutanasia. Tampoco estoy a favor del aborto, y si me guarda el secreto, no comulgo mucho con las leyes tributarias. Pero que yo piense de esta manera no me da derecho a impedir que los demás piensen otra cosa; es más, respeto absolutamente a los que piensan de otra manera y creo en las leyes que permiten la libertad de pensamiento, de palabra y de omisión.
Por encima de las ideologías, de los presupuestos, del postureo progre y del escándalo fariseo, por encima de las creencias, está la dignidad de la persona. Ahora, y en la hora de nuestra muerte.