Yolanda Vallejo

¡Vivan los mediocres!

De tanta corrección política, de tanto repetir que no hay blancos ni negros, hemos teñido de un gris horrible todo lo que nos rodea

YOLANDA VALLEJO

De vez en cuando, me doy un baño de hemeroteca. No relaja, no ayuda a conciliar el sueño y ni siquiera suaviza la piel, –esa piel tan fina que ahora llevamos todos– pero te pone los pies en la tierra de una manera eficaz e inmediata. Porque no hay nada nuevo bajo el sol, por mucho que nos miremos al espejo de la historia y nos creamos Armstrong y su pequeño paso lunar.

El camino que pisamos está lleno de huellas de los que antes pasaron por aquí dejando miguitas de pan, por si acaso. Pero, si hay algo que nos diferencia de los animales es que transformamos los instintos en instantes, y donde se ponga una proa del Titanic para gritar lo de «I’m the king of the world», que se quite el hundimiento.

Un amigo mío tenía una expresión muy ordinaria –que no voy a reproducir aquí– para describir ese sublime momento en el que uno no mide las consecuencias y se tira del trapecio sin red. En fin, que miro los periódicos antiguos –¿cuándo algo deja de ser antiguo para convertirse en clásico?– y compruebo que todo está inventado, que todo ya ha pasado alguna vez y que, como sociedad, no pasa un siglo sin que tropecemos con la misma piedra.

Verá. Llevamos una semana hablando de mediocridad política al hilo del resultado de las primarias en el PSOE, como si Patxi López, Pedro Sánchez y Susana Díaz tuviesen la exclusiva en esto de la medianez intelectual. Y no. La patente no es de ellos, se lo aseguro, aunque sí es cierto que, como hijos de su tiempo, los tres han cruzado la estrecha línea que separa lo políticamente correcto de lo mediocre, y ahí se han instalado; donde el resto de los políticos nacionales.

Decía W. Somerset Maugham que «solo una persona mediocre está siempre en su mejor momento», y, claro, así nos va. De tanta corrección política, de tanto repetir que no hay blancos ni negros, hemos teñido de un gris horrible todo lo que nos rodea. Y ya se sabe que el gris es un color que no le sienta bien a nadie, y que, muy al contrario de la discreción que se le presupone, pone en evidencia todos nuestros defectos. Porque ese es el horizonte que tenemos por delante, un horizonte gris.

Había que ser tan correcto, había que contentar tanto a todos, había que andar con tanto cuidado para no herir ninguna sensibilidad, que al final al mediocre, el gran nivelador hacia abajo, no le hizo falta saltar mucho para pasar el listón, de bajo que lo habíamos puesto. De esto ya había escrito Ortega y Gasset en ‘La Rebelión de las masas’ –quien dice hemeroteca, dice biblioteca, el baño de realidad tiene el mismo efecto– en los años veinte del pasado siglo, cuando al mundo le faltaban dos telediarios para echar humo.

Para Ortega, como para Hello –años antes– el mediocre está en todas partes y se impone por la fuerza de su número y porque aprovecha la discreción y prudencia de quienes le rodean. «El rasgo absolutamente característico del hombre mediocre –decía Hello– es su deferencia por la opinión pública. No habla jamás, siempre repite… sus entusiasmos son oficialistas, comete infamias pequeñas, que de puro pequeñas parecen no ser infamias». Algo así como casos aislados ¿le suena? Claro que sí, porque la mediocridad ha llegado para instalarse y para intentar convertirnos en sumisos a los prejuicios, a las rutinas, a los «así ha sido siempre» y demás consignas que a usted le suenan tanto como a mí.

Porque los mediocres aparentan ser dóciles, maleables, solidarios y cómplices de intereses creados, pero son tenaces y tienen como arma el resentimiento, que es un arma de destrucción letal. Porque el mediocre, cuando no puede hacerse admirar, se hace temer.

Estamos rodeados. Que levante la mano quien no tiene un jefe mediocre, un profesor mediocre, un compañero mediocre, un alumno mediocre… incluso que levante la mano quien no se sienta un auténtico mediocre. Tirando de Wikipedia –yo también, si me lo propongo soy bastante mediocre–podemos leer «el mediocre no acepta ideas distintas de las que ha recibido por tradición, y sabe que su éxito radica en que nadie sea reconocido para que no se ponga por encima de sí». El mediocre entra en lucha contra el idealista por envidia, y porque ego, envidia y mediocridad se dan la mano con tanta fuerza que se hacen indisolubles.

Vivimos en una sociedad mediocre. Una sociedad que malinterpretó el principio aristotélico del término medio e hizo de la medianía, la excelencia. Tenemos gobernantes mediocres, economías mediocres, leyes mediocres, planes de estudio mediocres, justicia mediocre, políticas sociales mediocres, y vidas mediocres.

Así que, después de mi baño de hemeroteca y después de aplicarme el bálsamo de Fierabrás; después de constatar otra vez que todos los caminos conducen a la misma Roma, no me queda más que darle un consejo, si me lo acepta. Dice el refrán que si no puedes con tu enemigo, únete a él; hágame caso, no merece la pena luchar contra los mediocres, únase a ellos.

Al fin y al cabo, tal y como está el patio, nadie lo va a notar.

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