RAMÓN PÉREZ MONTERO - ARTÍCULO

Visionarios

Cervantes nos alumbró nuestra más sólida realidad donde otros sólo habrían intuido vacío

Solemos enfrentarnos al mundo con el convencimiento de que los objetos de la realidad tienen una existencia independiente de la nuestra. Los objetos, por ese hecho de existir, se nos ofrecen como posibilidad de pertenencia. El adueñarse de ellos o no, dependerá de nuestra voluntad, situación, afanes o incluso de la suerte.

Sigo la serie Carlos de TVE. Preocupados, sin duda, por el índice de audiencia, los productores de la misma han puesto el foco en la historieta de amor entre el emperador y su prima, así como en otras relaciones sentimentales, o de atracción sexual, entre los distintos personajes, y han dejado con ello marginado, al menos hasta el momento, un poderoso enfrentamiento que dotaría a la historia de auténtica tensión dramática. Me refiero al conflicto entre el emperador y Hernán Cortés. El choque entre el hombre que trataba de mantener unido un imperio repleto de fracturas, y aquel otro que se obcecaba en construir su propio mundo.

América no existía. América fue un sueño de Colón que acabó para él, muy tempranamente, en pesadilla. Hernán Cortés retomó aquel sueño hasta hacerlo propio por medio del crimen, la devastación y el expolio. Los visionarios poseen esa extraña habilidad para encontrar sólidas realidades donde otros no ven sino enormes vacíos. La civilización azteca no era lo que la mente alucinada de Cortés buscaba y por eso tuvo que arrasarla para edificar sobre sus cenizas su propia quimera. Las remesas de oro que enviaba a la corona no eran sino la evidencia de que estaba dando forma a aquella sangrienta fantasía.

El emperador y sus sostenedores, acuciados por la necesidad de dinero para apuntalar con las armas ese otro mundo que se desmoronaba, transigían con los desmanes de aquel alucinado sólo a cambio de recibir su parte del botín. En su momento leí con delectación las Cartas de Relación que el conquistador de México enviaba al emperador. No sé si salidas de su propio puño, estas cartas constituyen un brillante tratado de psicología que mantienen aún hoy en día la frescura de su prosa y la vibración dramática, puede que hasta trágica, que palpita entre líneas. Un prodigioso ejercicio de creación literaria que, impregnado de la sangre y el dolor de los mexicanos, se ajustaba con precisión a la ficción que Cortés estaba llevando a cabo.

La falsa sumisión y las veladas amenazas, la calculada ingenuidad y la viva conciencia de su propio poder, el cumplimiento del deber y la punzante elocuencia de cada reproche, el grito desesperado frente a quien no cumple sus promesas, los delirios de la ambición sin medida y la denuncia amarga de lo que se considera injusto, son estas la voces que se trenzan con delicado trazo en lo que constituye una crónica desde aquel otro corazón de las tinieblas digna del mejor Conrad.

Sólo unos años después otro guerrero derrotado descubriría su vasto territorio de conquista explorando dentro de su propia alma. La llevaría a cabo valiéndose de aquel lunático y su singular escudero. Cervantes nos alumbró nuestra más sólida realidad donde otros sólo habrían intuido vacío. Los visionarios tienen esas. Adivinan el barro moldeable de lo real donde los demás sólo vemos espuma. El Cortés que ahora cabalga en bronce en algunas plazas públicas, envuelto en la capa digna de todo héroe nacional, fue un ambicioso iluminado sin escrúpulos que luchó hasta inventarse a sí mismo y tuvo, para ello, que cimentar un paraíso en pleno centro de la pesadilla.

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