Yolanda Vallejo
Tu vida sin ti
Vendimos nuestra alma a las redes para comprar el elixir de la felicidad, pero no pensamos en la abultada factura que tuvimos que pagar
Está científicamente probado que somos un diez por ciento más feos de lo que pensamos. Dicen los doctores Epley y Witchurch, –que deben ser primos del doctor Grijandemor y Frank de Copenhague– que se trata de un pequeño engaño del cerebro para equilibrar nuestra autoestima. Visto así, no me extrañan los apuros que pasaba el espejo de la madrastra de Blancanieves nivelando la autoestima de la señora. Todos los días «que sí, que eres la más hermosa, las más guapa, la más todo», hasta que, recuérdelo, un ataque de cordura acabó con tantas contemplaciones. El informe de la Universidad de Chicago, revela que cuanto mejor piensa uno de sí mismo, más atractivo ve el rostro que se asoma cada mañana en el espejo. Así que ya sabe, no es vanidad, es una trampa –otra más– de nuestra mente. No nos vemos como somos realmente, sino como quisiéramos ser, con el peligro añadido de que el resto sí que nos ve en todas nuestras imperfecciones, porque ese diez por cierto de equilibrio, solo se aplica en beneficio propio. Esto viene de lejos, ya le dije de la bruja de Grimm, y podría contarles de Oscar Wilde y Dorian Grey o de Lolita y Nabokov, pero apareció Facebook e hizo el resto del trabajo.
Usted lo sabe, tan bien como yo. La red que ideó Zuckeberg se ha convertido en una tela de araña en la que, bien atrapados, cada uno sobrevive como puede. Un poco a lo Narciso, que tan enamorado de su imagen estaba, que terminó cayendo a la fuente donde cada día, contemplaba lo que él consideró el rostro más hermoso de la tierra, que evidentemente, y sin necesidad de que se lo ratificara la Universidad de Chicago, era el suyo. Porque Facebook se convirtió hace ya muchos años en el espejo que todos querríamos tener, ese que añade el diezmo de belleza y de felicidad y lo propaga por la faz de la tierra. Así que uno no es nadie si no se asoma a diario para contar las fantasías animadas de ayer y hoy con las que construye el trampantojo de su asquerosa realidad. Los pies en la piscina, o en la playa, dieron paso a las excelencias culinarias, a las vacaciones de ensueño y a las casas de revista de decoración. Los progresos, siempre asombrosos, de nuestros hijos; las divertidísimas veladas con amigos y conocidos, las estupendas e intelectualísimas lecturas que hacemos, la compra diaria, el sol de la Toscana… qué le voy a contar que usted mismo no haya sufrido en sus carnes virtuales. Porque lo que siempre se nos olvida es que la imagen que en Facebook proyectamos, dista de la realidad mucho más que el modesto diez por ciento que aporta nuestro cerebro. Proyectamos conscientemente lo que no somos, lo que sabemos que no somos, y lo hacemos por el perverso placer de levantar ampollas en el prójimo –tan hispano es el cainismo, como universal es la envidia.
Y quien dice Facebook, dice Twitter, dice Instagram, dice lo que sea. Vendimos nuestra alma a las redes para comprar el elixir de la felicidad, pero no pensamos en la abultada factura que tuvimos que pagar. Porque del inocente selfie que sonríe, a la pérdida absoluta de privacidad hay solo un paso que atravesamos sabiendo que todo lo que está en la red ya no te pertenece, porque es tu vida sin ti.
Dice un refrán castellano que uno es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras. Y en las redes no hay sitio para el silencio. Todo está lleno de ruidos, de ecos, de gritos, y lleno de palabras desafortunadas que, sin ser nuestras, cuelgan del muro de nuestra vergüenza. Qué le vamos a hacer. Se nos ha ido de las manos, por completo.
Verá, chicas con bañador verde las ha habido siempre –sin necesidad de que la de la toalla de al lado le escriba una carta–, y las seguirá habiendo. Padres abnegados que luchan por sus hijos, héroes y heroínas de diario, talentos musicales; perritos y gatitos que hacen monerías, niños asiáticos que se pegan mamporrazos, citas de Paulo Coelho, chistes malos… lo de siempre. Ahora, de ahí al abono injustificado de la violencia y de la intolerancia debería haber un largo y tortuoso camino. Un camino que, sin embargo, hemos atravesado sin dificultad.
A mí no me gustan los toros. No crea que porque soy antitaurina o zen, o moderna, o lo que sea. No me gustan porque me aburren los espectáculos tan largos y tan reiterativos. Dicho esto, sobra que le diga que me da exactamente igual si prohíben o no la que han dado en llamar ‘fiesta nacional’ –el debate viene casi de tan lejos como el origen de la tauromaquia–.
Lo que realmente me preocupa es que hayamos perdido tanto el control de nuestras vidas como para alegrarnos –públicamente, y por escrito, y presumiendo de ello– de la muerte de una persona. Que hayamos corrompido tanto las palabras, que hayamos obviado las secuelas que una desafortunada faena, con un solo minuto de gloria, nos puedan acarrear para el resto de los días. Todo tiene consecuencias, aunque no lo parezca. Ese es el problema de vivir tu vida sin ti. Que el descontrol se hace carne y habita entre nosotros o entre lo que queda de nosotros. Piénselo, hay vida más allá de las redes sociales, y nos la estamos perdiendo.
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