Ramón Pérez Montero

Víctimas

Entre todos estamos construyendo una sociedad enferma, pero tenemos la obligación moral de implicarnos en una convivencia ordenada

En las pequeñas comunidades, donde todos nos conocemos, el impacto de un hecho trágico se extiende como una gota de aceite en una hoja de papel. No nos habíamos terminado de recuperar de la muerte de un chico joven en un accidente de quad, que nos asalta la noticia de la de otro más joven aún en una colisión automovilística.

En lo que a mí se refiere me siento implicado en el luctuoso suceso por partida triple. Como vecino de Medina, como padre de jóvenes en torno a la edad del fallecido y como miembro de la comunidad docente no quiero eludir la parte de responsabilidad que me toca.

Entre todos estamos construyendo una sociedad enferma, pero nosotros los adultos, cada uno desde la posición que ocupe, tenemos la obligación moral de implicarnos en una convivencia ordenada en la medida de lo posible. No podemos mirar para otro lado ante un hecho de esa envergadura sin sentirnos de algún modo culpables. Que la única perspectiva de disfrute que nuestra sociedad actual sea capaz de ofrecerle a un joven en un fin de semana sea la de emborracharse o flirtear con las drogas me parece simplemente demencial. Sabemos que la juventud constituye un paraíso hormonal donde la muerte aún no se intuye entre los invitados, pero convertir el exceso y la danza al borde del acantilado de la tragedia en práctica habitual ya no me parece de recibo.

Cuentan los testigos presenciales del accidente (incluso comentan que existen imágenes de los prolegómenos) que el conductor del vehículo (que todavía se debate entre la vida y la muerte) estuvo invitando por un tiempo indeterminado a todo el que quisiera experimentar el vértigo de los trompos en plena madrugada en las calles de un polígono industrial. No hablamos, pues, del accidente fortuito que puede sufrir cualquiera que se ponga al volante, sino que se trató, al parecer, de una versión posmoderna del título de la novela de García Márquez que, por manido, evito repetir.

Pienso que como padres debemos sentirnos cómplices si ponemos en manos de nuestros hijos un coche para que acuda a una fiesta donde nos consta que el alcohol será el principal protagonista y, máxime, si los resultados académicos del muchacho, por mucho que haya alcanzado la edad de la obtención del carnet, no reflejan un mínimo de madurez. Como vecinos de un pueblo donde todavía no hemos alcanzado los niveles de indiferencia, o deshumanización, que se supone en el anonimato de las grandes ciudades, debemos sentirnos coautores al no exigir a los encargados del mantenimiento del orden público que se hagan presentes precisamente en el lugar donde se concentra el riesgo. Creo que poseemos los mecanismos administrativos y jurídicos para hacer estas muertes evitables, tanto en el caso de los quads, cuya circulación está prohibida en los núcleos urbanos, como en la locura de convertir las calles de un polígono en un improvisado circuito de rally. Como docentes, más que fijarnos en lo que hacemos con respecto a la concienciación de los jóvenes en los peligros de las drogas y el alcohol, quizás debiéramos pensar en lo que no estamos haciendo, pues es evidente que algo falla si un joven que acaba de terminar bachillerato y aprobar selectividad, muere de forma estúpida en una noche de celebraciones.

Culpar a los infractores constituye el camino fácil para explicar la tragedia. Sentirnos todos culpables es optar por la dura senda del sentido colectivo de la responsabilidad.

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