HOJA ROJA

Vamos al Museo

Es importantísimo entrar en un museo con ojos de niño

Museo del Prado

“Es importantísimo entrar en un museo con ojos de niño. Muchas veces entramos abrumados por el peso de la cultura, quizá pensando que no tenemos suficiente preparación y esa circunstancia cultural termina haciendo que no disfrutemos de la obra”, Javier Sierra, el autor de “ ... El maestro del Prado” resumía así el miedo, la parálisis, la falsa reverencia que nos produce –que nos sigue produciendo- un museo. Venimos aun administrando la herencia decimonónica del horror vacui y del gabinete de pintura, de lectura, de escultura… solo reservado a unas élites supuestamente entrenadas para ver la luz en la más absoluta oscuridad. De pequeños nos enseñaron que los museos –y las bibliotecas- eran sitios de silencio, de culto laico donde la genuflexión se sustituía por una pose envarada de cabeza ladeada y donde los ritos de la liturgia obligaban a determinadas poses afectadas. No eran, desde luego sitios para ir con niños –mucha gente sigue pensando que los museos no son para niños-, y mucho menos para hablar, si no era con un susurro convencional en unos códigos incomprensibles.

Recuerdo mi primera vez en el Museo del Prado. En aquel tiempo Las Meninas estaba en una sala con aires catedralicios, sola. Una sala que pretendía reproducir el mismo ambiente que el cuadro, que por entonces aún era muy oscuro y muy viejo –o eso les pareció a mis cuatro años y a mis miedos-; a la derecha, un ventanuco proyectaba luz natural y un espejo al fondo de la sala pretendía dar tridimensionalidad a la escena de Velázquez. Todo muy tétrico, excepto el guía que explicaba de manera teatral y casi esperpéntica lo que se suponía que estábamos viendo. Solo me acuerdo del guía, del frío y de sus explicaciones, por eso cuando en 1984, y tras la restauración –no exenta de polémica- de la joya del Prado, la sala Basilical se llenó de luz y de color y de todos los hijos de Velázquez rodeando a Las Meninas, supe que la experiencia estética es algo que estamos obligados a transmitir a nuestros hijos. Y también supe que los museos habían dejado de ser esos lugares académicos para convertirse en una parte esencial de la construcción del pensamiento humano, en la construcción de la civilización y de la cultura.

Afortunadamente los museos han sido –junto con las bibliotecas- las instituciones culturales que mejor se han adaptado a los tiempos. Pero salieron del armario decimonónico por la puerta grande y pasaron de lugares de culto a lugares de peregrinación popular. La ruta de los museos, donde lo que menos importaba era el contenido y lo que más el selfie o los likes al “yo estuve allí”. Uno no era nadie si no había coronado las siete cumbres: el Louvre, el Pérgamo, el British, el MOMA, los Uffizi, el Hermitage y el Prado, por ejemplo. Daba igual el orden de los factores porque el producto ya estaba alterado de antemano.

No me parece del todo mal, qué quiere que le diga. Porque en esta “democratización” museística todos salimos ganando. Perder el miedo al arte es tanto como ganar la batalla a la ignorancia, aunque la ignorancia se camufle de mil maneras y pasear por el Rijksmuseum se haya convertido en una atracción digna de Disney. Me encanta que haya colas en los museos, me encanta que haya niños en los museos y me encanta que nuestro museo, el de Cádiz, esté consiguiendo lo que parecía casi imposible, establecer unos vínculos de identificación con la ciudad tan bien orquestados que se ha convertido en la cita ineludible para niños y mayores.

El secreto, como todo, está en la salsa –en este caso, también en las salas. Porque más allá de la impresionante colección que alberga el museo, y más allá de la cobertura institucional que reciba de la Junta de Andalucía, nuestro Museo cuenta con las piezas más valiosas, el capital humano. Los trabajadores del museo, con su director a la cabeza, han conectado perfectamente el pasado con el futuro, han derribado los muros que a muchos les impedía cruzar la puerta, y han encontrado la fórmula casi mágica para atraer, primero a los ciudadanos, y luego a los visitantes: entrar en el museo con ojos de niño.

El programa de actividades que vienen desarrollando desde hace casi un año ha puesto de manifiesto que no son necesarios –aunque se agradecería un mayor apoyo económico- grandes presupuestos ni grandes aspavientos. Tampoco es necesario traer el asombro de Damasco, porque el mayor asombro lo tenemos dentro. El buen hacer del personal del museo, su amabilidad, su fe ciega en lo que creen y un trabajo constante –también en redes sociales- cargado de ilusión han hecho posible el milagro.

Un museo lleno de niños, a todas horas, que lo mismo buscan una gallina en un cuadro, que juegan como sus antepasados romanos o construyen máscaras fenicias. Niños que se estremecen ante los sarcófagos fenicios y que escuchan atentos las explicaciones de los técnicos, que observan extrañados a la Tía Norica y que se sientan ante los Zurbaranes como antes lo hiciera Manuel de Falla.

Es una suerte tener un Museo así, donde no hay preguntas, sino respuestas. Y donde, ahora más que nunca, se hace urgente la esperada y prometida ampliación.

Y de paso, a ver si pronto abren la tienda del museo, que una tiene sus debilidades, y usted lo sabe.

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