Opinión

Vacuidad

'Argo hay’ (‘algo hay’). Eso me respondía Pepe el Negro cada vez que yo trataba de convencerlo de la inexistencia de Dios

'Argo hay’ (‘algo hay’). Eso me respondía Pepe el Negro cada vez que yo trataba de convencerlo de la inexistencia de Dios. Eso era cuando yo acababa de debutar en el agnosticismo con la soberbia intelectual que me permitía mi reciente entrada en el ... instituto. Pepe el Negro había recibido este apelativo desde niño, debido a la poderosa acción de la melanina sobre su pellejo. Pero además usaba siempre boina negra y vistió de manera permanente ropa de ese mismo color cuando una serie de difuntos familiares le fueron cayendo encima para que no le quedase otra que ir sometiéndose de forma permanente al luto.

‘Argo tiene que haber’. El Negro se encastillaba tozudamente en este principio metafísico tratando de resistir a mis ataques sobre la imposibilidad de la existencia de un ser superior que, aparte de crearnos, continuase velando por nosotros. Una aseveración fundada sobre la más absoluta ambigüedad, debo decir, hasta el punto de que ni él mismo la comprendía. Si yo trataba de desmontarle ese argumento, impregnado a mi juicio de evidente ingenuidad teológica, retándolo a que me explicara qué era ese ‘argo’, su respuesta lo llevaba a enrocarse de nuevo: ‘No zé, pero argo tiene que haber’.

Nuestros pulsos existenciales tenían lugar en la tasca de mi padre. Pared con pared, como quien dice, con la iglesia de Santiago. Pabellón de reposo bullicioso, hospital de día abierto hasta considerables horas de la noche a los parroquianos que asiduamente acudían para liberarse, mediante elevadas dosis de nicotina y alcoholes, de las cadenas laborales y preterir, si acaso ilusamente, los conflictos de familia. Una especie de gabinete psiquiátrico regentado por el doctor Barberá. Allí, Pepe el Negro y yo nos enzarzábamos en nuestras disputas dogmáticas, amparado yo en mi razón de bachiller imberbe y él únicamente en su intuición, ambigua, como digo, pero no por ello menos acerada. Refiriéndose con su ‘argo’ a una difusa dimensión quizás cercana a aquella con la que, dentro del templo colindante, las beatas trataban de entrar en contacto por medio del mantra vespertino del rosario.

Hoy en día, tras haber invertido años en mi continuado afán por apuntalar mi razón agnóstica en el terreno firme de lecturas científicas y filosóficas, esa incesante búsqueda me ha llevado a aventurarme por los profundos caminos del budismo zen. Las enseñanzas de Nishitani Keiji han venido a ocupar de algún modo el sitio vacío dejado en mi conciencia por la obstinación teológica, e incluso ontológica, de Pepe el Negro. Keiji nos habla de que la ilusión de este mundo de formas en que vivimos encuentra su último fundamento en la vacuidad de una nada a la cual regresa el ser una vez consigue liberarse de las formas. Nada donde hunde sus raíces nuestro verdadero yo.

Llevando estas ideas abstractas del budismo mahayana al terreno concreto de la tasca y al de los seres humanos de carne y hueso, podría decir que Pepe el Negro y yo, en nuestra discusión, adoptábamos la postura egocéntrica propia de nuestras formas humanas, emergidas de un nivel puro más allá de lo humano, donde los seres aparentemente independientes de todas las cosas del mundo constituyen un todo único. A esta ‘soledad abisal’, como la llama Keiji, era sin duda a la que, sin saberlo, se estaba queriendo referir mi émulo con su concepto ambiguo de ‘argo’. Así que, aun de manera póstuma, he de rendirme al argumento de Pepe el Negro, admitiendo que la razón no ha de prevalecer siempre sobre la intuición.

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