Hoja Roja
Las uvas de la ira
«En las almas de las personas, las uvas de la ira se están llenando y toman peso, listas para la vendimia»
A mí los finales de año me suelen poner catastrofista y un poco apocalíptica. En realidad no solo los finales de año, también me ponen catastrofista –y de mala leche– los centros comerciales, los articulistas que van de provocadores, las fiestas de fin de curso ... de los niños, los belenes vivientes, las graduaciones, los programas electorales y las salas de espera de los centros de salud. Definitivamente, lo de ser catastrofista es un estado de ánimo, como otro cualquiera; ni mejor, ni peor, por supuesto. Una manera de afrontar la expectación que algunos pueden llamar hipocondría, o pesimismo, o directamente derrotismo, porque ¿qué si no, una derrota, es terminar un año brindando por algo tan incierto como lo que está por venir?
Me pasa siempre, cuando suenan las campanadas me da por pensar en los españoles que recibían alegremente al 36, o en los que aún no sabían que iban a coger un tren en Atocha el mismo día en que a unos descerebrados les iba a dar por reventar vagones, o en los que iniciaron un viaje hacia ninguna parte pensando que iban a la tierra prometida, o en la gente a la que la parca ya tiene convocada para los próximos meses, y yo solita me amargo y amargo, de paso, a todo el que me rodea. Lo aviso de antemano; nunca fui buena compañera de viaje a la hora de tomar las uvas.
Y mucho menos desde hace unos años, en los que como decía la ley de Murphy, tenemos la certeza de que no hay situación que no pueda empeorar, y de que si algo puede salir mal, saldrá muchísimo peor de lo que alcanzamos a imaginar. En esto estamos todos de acuerdo, porque si de las crisis se sale reforzado –o eso es lo que dicen los libros de historia, siempre a toro pasado– de la nuestra no solo no estamos saliendo, sino que cada vez nos adentramos más en un terreno menos conocido, más pantanoso, y por supuesto, menos amigable.
Acuérdese de aquellas uvas con las que recibió al año que ahora nos deja ¿Quién le iba, nos iba a decir, que en menos de doce meses habríamos retrocedido tanto? ¿Quién le iba, nos iba, a decir que al cabo de un almanaque habríamos asistido a la ceremonia de una moción de censura al presidente del Gobierno, a una representación bufa de la independencia catalana, y a un cambio de gobierno en esta Andalucía imparable y por siempre socialista? ¿Quién le iba, nos iba, a decir que acabaríamos el año hablando de Franco, de caza, de toros, de españoles como Dios manda –sea lo que sea lo que Dios mande–, y de reconquista?
Sin duda, fueron las uvas de la ira, las mismas con las que abrazamos el año que termina en nuestra ciudad. Las uvas de la ira que fermentaron mes tras mes en los plenos municipales, en las denuncias, en los juzgados, en el y tu más, en las trincheras asombradas de los que nada esperaban y se emborrachaban de un vino tan malo, tan peleón, que anunciaba resaca antes de probarlo. La ira, que es un sentimiento no ordenado, ni controlado, de odio y de enfado permanente. Un sentimiento que se manifiesta como la negación constante de la verdad, de la realidad, que se alimenta de la impaciencia con los procedimientos legales y que produce un deseo de venganza tan fanático como irracional. La ira, que es el único pecado capital, que no se comete en solitario sino que se disfraza de interés común y de un amor pervertido en resentimiento –esto último no es mío, sino de Dante, pero lo suscribo palabra por palabra–. Porque es en el resentimiento donde se aloja la crispación ciudadana.
Cuente las polémicas absurdas en las que esta ciudad ha perdido el año, y verá que suman más de doce, y verá que todas le parecen distintas pero que en el fondo, son siempre la misma. Debajo del carril bici no está la playa, sino los mismos adoquines de siempre. Acaba el año y solo nos queda la resaca estéril de los chiringuitos, del huracán Emma, de la medalla de la Virgen, de los pliegos de limpieza, del disfraz de la concejala –¿a que no se acordaba del disfraz de la concejala? yo tampoco, pero fue lo más buscado en Google en el mes de febrero–, del Reglamento Orgánico Municipal, del descuido en el patrimonio, de los fondos Edusi, del Museo de la buena pipa –del Carnaval, entiéndame–, de la judicalización de la vida municipal, del alumbrado extraordinario de Navidad... Con estos mimbres, comprenderá usted que no se puede andar con optimismo para el año que comienza, que trae, además, unas elecciones municipales debajo del brazo. Ahora es cuando, de verdad, comienza el baile de la confusión y todos se apresuran a elegir pareja antes de que le toque bailar con la más fea –no es incorrección, es frase hecha–.
Nos queda tanto por ver que lo mismo en vez de uvas, me compro palomitas, porque si lo del año que termina le pareció ficción, lo del que se avecina es digno de John Ford y Henry Fonda, «en las almas de las personas, las uvas de la ira se están llenando y toman peso, listas para la vendimia».
En fin, que años nones, decía el refranero, los peores. Y pese a todo, ¡Feliz 2019!