Opinión

Unicornios, arcoiris, Rosalía

Pasamos tantos años pidiendo que los políticos se pusieran de acuerdo

Pasamos tantos años pidiendo que los políticos se pusieran de acuerdo que cuando hubo oportunidad se nos pasaron las ganas, como se pasan el hambre y las ganas de orinar. En la cola del pan, en las tertulias, en la ducha, hasta en la cama ... España pidió un acuerdo entre las fuerzas políticas. “Que cedan”, ansiaban los desencantados, los adalides de lo razonable y hasta los del Ibex. El acuerdo era la Atlántida. Todo se solucionaría cuando llegara el acuerdo, pero el pacto es a los españoles lo que la nieve a los jamaicanos. Todos quisimos algo y después no nos gustó: ser mayores, aquella chica.

El bipartidismo era un lugar extremadamente confortable, un colchón de esos que se pagan a plazos, pero los españoles, tan jovencitos democráticamente, quisimos ver mundo. Pensamos que otras fuerzas -¡nuevas!- llevarían la regeneración a la política y a un panorama complejo de partidos distintos con distintas formas y colores que respondieran a los intereses de una sociedad compleja y heterogénea. Fuerzas pequeñas moderarían el mando de las fuerzas grandes y sus grandes dictaduras: a esto se le fue a llamar el multipartidismo y suponía que los poderes fluctuarían de uno a otro ejerciendo de contrapeso, de balanza y forzando al diálogo y al entendimiento. ¡El entendimiento! ¡El cuento de la España ‘entreveraíta’, plural y multicolor vaya. Unicornios, arcoiris, Rosalía. No se imaginan lo que ocurrió.

Los partidos más grandes -y también los más pequeños-, para separarse de sus rivales tuvieron que diferenciarse de ellos y hacerse cada vez más rígidos. Así se fueron incrustando aún más en sus posiciones como un coche en el barro. Las fuerzas nuevas se hicieron viejas de pronto y aquella vida en el pisito de soltero en Londres -mucha fiesta, muchas trenzas, el piercing y venga pasta con tomate- se convirtió en un infierno. España echaba de menos las albóndigas de mamá.

El resultado fue el contrario al esperado. Los viejos partidos sufrieron la crisis de los 40, esa edad en la que a uno en el mejor de los casos le da por volver a montar en skate, que aplicado a la política es creer que la democracia asamblearia es posible. De manera que la política ‘oldie’, que siendo rancia, viciada y poco ágil representaba aún lo razonable, cierto orgullo ‘pollavieja’ y ‘steady state’, comenzó a hacer trompos en las rotondas con un Seat Ibiza tuneado (las primarias). Llegó la política-emoji. Los nuevos y pequeños, en cambio, cogieron todos los vicios que criticaban, se lanzaron a las purgas, las luchas de intereses y en general, se hicieron viejos tan rápido.

Cada uno fue perseverando en su camino hasta caer en la cuenta de que el camino llevaba al error y ya no pudieron abandonarlo. Cualquier ruta en política llevada demasiado lejos supone un viaje a ninguna parte. Las grandes fuerzas se embarcaron en promesas que no podían cumplir y planes de pactos y no pactos que después no pueden sostener con la mínima dignidad, sin contradecirse y sin cobijarse bajo la sombra de la política y su mayor descrédito, que supone asumir posiciones juradas que en el momento oportuno abandonarás oportunamente. Todo lo que la ciudadanía escucha sabe que en algún momento se rectificará debidamente. El multipartidismo anquilosado supone un bloquismo, cierto bipartidismo confuso en el que cualquier acuerdo con el otro lado significa una traición. Que cedan, ansiamos, ¡pero que cedan los otros!

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