OPINIÓN
Ulises en Caños de Meca
La vida es el capricho de unos dioses que castigan con saña a quienes desafían sus fronteras
La aventura de esta cosa que llamamos vida es cuestión de suerte. Que la moneda salga cara y no una cruz que debamos llevar a cuestas. Platón, que nos fastidió el Bachillerato con su mentira de que lo que es bueno es bello, lo resumía ... muy bien con su «doy gracias a los dioses por haber nacido griego y no bárbaro, libre y no esclavo, hombre y no mujer». Tuvo suerte de que lo dijo en el ágora y no en ‘Twitter’, quizá algún fabricante de togas le hubiera dejado de patrocinar, quedando el griego con sus vergüenzas al aire.
El destuitado pensador sabía bien que los dioses, esos funcionarios del destino que lo mismo ponen su sello a un atardecer que se van durante siglos a tomar café, son los que inventan la patria de cada cual en el momento de nacer y los que, con una cólera de pasaportes que hace callar a las musas, pueden convertir los hogares en prisiones.
Los seres supremos, con ese punto de desidia que les da el llevar tanto tiempo haciendo lo mismo, también comenten fallos de principiante por estar pensando en sus asuntos propios y divinos. O hacen la vista gorda. Ya sabe usted, llegan las siete de la tarde de un viernes y los todopoderosos quieren irse a beber ambrosía con su coro de aduladores. Gatos que hacen fiesta para que los ratones, que somos usted y yo, podamos seguir vivitos y a la cola de tantas cosas.
Pero esa dicha no dura para siempre. Las mejores noches, esas que son tan grandes como las que canta Raphael, también se acaban por muchas ganas, gomina o ginebra que se les ponga. El amanecer, con su obligada colleja de realidad, llega sin misericordia para justos y pecadores.
Hace casi una semana, cuarenta ulises, con la piel más tostada que el héroe griego, se echaron a la mar a desafiar a los dioses. Cansados de llevar una vida en la que al caballo de madera siempre le dejaban las puertas cerradas, decidieron llevar su afrenta contra quienes han levantado las barreras de la nueva Ítaca. Aquí no hay cíclopes, sino concertinas, y las amazonas dejan el camino libre por 2.500 euros. Un hombre en la mar, en el negro infinito de los 14 kilómetros del Estrecho, no es más que una broma para los dioses, que quizá ríen mientras ven en su tablero esos trémulos y temerosos muñecos ir llegando a una patria donde no les tocó nacer. No perdonaron la insolencia, a todos no. Su justicia dio un portazo de agua y muerte a doce valientes a los que la apuesta de la moneda les salió cara.