José Manuel Hesle

Trato incuestionable

Lo que resulta más preocupante es que el principal de los activos de nuestro Sistema de Salud, el personal

El día, como todos los días, amanece aquí sin contemplación alguna. La gélida luz del neón sustituye de golpe a la penumbra. El silencio - interrumpido en la madrugada por el desquiciante sonido de las cisternas de los baños- se torna con radicalidad en ajetreo infame de puertas que se abren contundentes y en traqueteo metálico de carritos que se desplazan por los pasillos y se detienen ante cada habitación. Lotes de sábanas limpias y ropas para los pacientes se depositan ‘a pelú’ donde se puede, en cada caso. Quienes han tenido que permanecer junto a sus familiares se incorporan, con los riñones rotos y la espalda destrozada, de la destartalada y mugrienta butaca en que han tenido que pasar la noche. El azar determinó el estado del mobiliario asignado. Aunque no sean demasiadas las diferencias sobre el conjunto. Desfondados, remendados con adhesivo de curas o apoyados hábilmente sobre la pared para que puedan mantener la vertical, de todo hay. «Pueden salirse», masculla una voz, entre distante e imperativa, que ya se ahorra, la más de las veces, el tono amable de un por favor. Es el turno de la higiene de los enfermos postrados y el cambio de la cama. Con impotencia la inquilina de al lado ha vuelto a solicitar que le asee una mujer. Soy vieja, pero tengo mi pudor. La premura con que se desenvuelve el personal impide poner oídos y corazón a su demanda. Ella, que tuvo que insistir dos veces en urgencia para que le detectaran el ictus, guarda silencio y se traga las lágrimas. La limpieza de la habitación se realiza, no obstante, sin que los acompañantes constituyan un obstáculo. El sonido de las ruedas y el golpeteo de las bandejas entre sí anuncia una nueva entrega. Una vez más el carro se para junto a la puerta y, a la par que canta el número de la cama, otra empleada se adentra con el desayuno. «Mire, ella no es quién pone en el papelito», le comunica el familiar. «Pues es muy raro», le interrumpe. Consulta sus notas y se justifica, «es que esto está mal».

En la calle hace frío y el día amenaza lluvia. Son casi las doce. Una Marea de descontento inunda los primeros peldaños de la escalinata que da acceso al hospital y se desborda, a pesar de lo desapacible de la mañana, por la Avenida, camino de la Puerta de Tierra. Varios miles de personas han decidido expresar su malestar con la gestión de los responsables políticos del SAS y reclaman una salud pública de calidad. Entre ellos, muchos profesionales sanitarios buscando visibilizar su preocupación ante las condiciones en que se ven obligados a realizar el trabajo. Los recortes han tenido efectos no solo en el equipamiento, sino en la carencia y calidad del instrumental quirúrgico y de los materiales de cura empleados. En las restricciones para la prescripción de medicamentos y las limitaciones para derivar a especialistas. En la reducción de camas hospitalarias y días de estancia. Y, de manera escandalosa, en las condiciones laborales de los profesionales.

Mientras tanto en la planta se mantiene el envite. Una trabajadora se resiste a poner una chata argumentando alergia al látex de los guantes. Otra reacciona con insolencia a la petición de una gasa por parte de un familiar. Comprensible, puede, dada la presión que soportan. Pero lo que resulta más preocupante es que el principal de los activos de nuestro Sistema de Salud, el personal, acabe deteriorándose de tal modo. En los momentos en que somos más vulnerables, la cercanía y el trato humanos resultan incuestionables.

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