La Voz
La tragedia nuestra de cada día
Las imágenes de cadáveres en nuestras costas son tan frecuentes que corremos el riesgo de confundir horror y normalidad
Resulta asombrosa la capacidad de adaptación del ser humano. Es el único animal capaz de vivir en todos los climas, las alturas y los hábitats del planeta. Pero también tiene una impactante capacidad para asimilar el horror, el miedo y el pánico. Cuando una tragedia se repite ante sus ojos, acaba por rebajar el impacto que le produce de forma involuntaria, inconsciente, probablemente por un imprescindible instinto de supervivencia. Es la única explicación posible –si hay siquiera una– para que los habitantes de la provincia estemos ya familiarizados con la cara más cruel del fenómeno de la inmigración, ante el dolor de la muerte anticipada y absurda frente al que resulta imposible prepararse. Ayer fueron tres personas, presumiblemente hombres, jóvenes y subsaharianos. Antes fue una mujer. Y otros dos varones en costas del Estrecho de Gibraltar. Y aún antes la más dura de todas las imágenes mentales, la de Samuel, la de un niño que apenas superaba los cuatro años ahogado en una orilla por acompañar a su madre a través del mar en busca de un tratamiento médico. Y años antes, los de Rota. Y entre medias, uno a uno, cientos. Nadie es capaz de asimilar estas imágenes, quizás por eso las rebajamos a la categoría de normales a fuerza de repetición, por atenuar el dolor que nos provocarían si las entendiésemos siempre como la primera, o como la de un ser querido. El resultado es que –incluso con esa justificación– parecemos ver con templanza y distancia los cadáveres de personas que mueren en nuestra tierra, o mar, por escapar de la miseria y la violencia. Habitamos uno de los cruces de caminos esenciales del planeta, aunque hay muchos más: la frontera mexicana, Lampedusa, los límites terrestres o marítimos de Grecia... Vivimos sin saberlo en una de tantas trincheras de una nueva y rara guerra mundial y social, despiadada como todas. El fenómeno se ha generalizado durante tantos años en nuestras costas que la alarma se ha quedado encendida durante semanas, meses. Ya nadie repara en la luz encendida y la sirena parece música de fondo, hilo musical. Es la tragedia que nunca empieza ni termina. Simplemente, está. Y empezamos a pensar que el horror forma parte del paisaje costero.
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